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Me aplaudieron. Me contagió el salvajismo que critico, pero esa gente sólo entiende sus códigos. 

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Tras la pandemia, he salido pocas veces para asuntos profesionales o visitar a mi hijo que hace una especialidad médica cerca de Nueva York. Pero como cada vez, al orgullo de los éxitos de peloteros como Pujols, al sentimiento dominicano se añade la vergüenza ajena por comportamientos bárbaros.

Al irme, el ruido y voceo en el aeropuerto era espantoso igual que la falta de aire acondicionado en las áreas de espera. El comportamiento de muchos compatriotas en los aviones es incomprensible, como si se esforzaran por exhibir pésimos modales. No se trata de un asunto clasista ni socioeconómico pues mucha de la gente con notable educación y cortesía luce humilde.

En un aeropuerto allá, una mujer (llamarla señora ofendería a las damas), parada detrás de mí, tras un buen rato exhibiendo horrorosa conducta, gritó improperios a un familiar suyo. Fue la gota colmadora. Reaccioné con la madre de los San Antonios preguntando si estaba loca y mandándola a callar. Quedó mansita. Me aplaudieron. Me contagió el salvajismo que critico, pero esa gente sólo entiende sus códigos.

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