Redacción internacional.- En un país acostumbrado a crímenes de alto perfil y a procesos judiciales que llenan titulares, algunos casos sobresalen por su poder de conmover hasta los rincones más duros de la sociedad. No se trata de asesinos en serie ni de criminales adultos que desafían a la ley con su astucia. Lo que sacude profundamente es la frialdad de un acto homicida cometido por manos infantiles, por aquellos que, en la narrativa social, representan lo puro y lo inocente. En Estados Unidos, una serie de crímenes impactantes cometidos por niños y adolescentes han puesto en duda esa imagen de la infancia como un santuario de inocencia, generando asombro, rechazo y una larga serie de preguntas sin respuestas simples.
¿Qué ocurre en la mente de un niño que comete un asesinato? Psicólogos, criminólogos y la sociedad en general han debatido por décadas sobre los factores que pueden llevar a un menor a cometer actos de extrema violencia. Aunque cada caso es diferente, algunos elementos aparecen con frecuencia: entornos familiares abusivos, exposición a la violencia, aislamiento y problemas de salud mental. Sin embargo, ninguno de estos factores puede explicar del todo cómo un niño de trece, doce o incluso once años llega a quebrar el límite último de la violencia. La confusión, la incredulidad y la ira son reacciones comunes en el público cuando se difunden estos crímenes, reflejando lo inconcebible que resulta para muchos asimilar una realidad donde los asesinos también pueden llevar uniforme escolar y jugar en los parques.
Estados Unidos ha sido testigo de algunos de los casos más perturbadores de violencia juvenil, casos en los que los rostros infantiles de los perpetradores contrastan ferozmente con la gravedad de sus crímenes. Desde Eric Smith, el adolescente pelirrojo de gafas que asesinó brutalmente a un niño de cuatro años, hasta Brenda Spencer, quien a los 16 años perpetró un tiroteo en una escuela primaria con una frase que aún resuena: “No me gustan los lunes”, la historia de estos crímenes no solo desafía los límites de la ley, sino también los de la compasión y la comprensión humana. A continuación, repasaremos algunos de estos episodios que estremecieron a un país, y que hasta hoy siguen dejando profundas cicatrices en la memoria colectiva.
En el verano de 1993, en una pequeña localidad del estado de Nueva York, el nombre de Eric Smith pasaría a la infamia. Eric, de 13 años, tenía una apariencia común: pecas en el rostro, gafas grandes y una sonrisa que cualquiera podría asociar con timidez o ingenuidad. Pero aquel niño, cuyos rasgos podrían pasar desapercibidos en cualquier patio escolar, se convirtió en el autor de un asesinato que heló a la nación.
La víctima fue Derrick Robie, un niño de cuatro años. Derrick caminaba solo hacia un parque cercano a su casa cuando encontró a Eric, quien lo convenció de desviarse del camino. Una vez en un lugar apartado, Eric llevó a cabo una agresión brutal: golpeó y estranguló a Derrick, para finalmente usar una piedra para acabar con su vida. ¿Qué empuja a un niño a realizar un acto tan espantoso? Las autoridades y los medios trataron de entender el origen de aquella violencia en un adolescente.
Durante el juicio, Eric Smith explicó lo que había sucedido sin titubeos, describiendo el asesinato de forma que dejó atónitos a todos en la sala. Los psicólogos que lo examinaron detectaron signos de abuso y bullying en su vida, factores que, según la defensa, pudieron contribuir a su desequilibrio emocional. Sin embargo, para el jurado, el crimen y la falta de remordimiento visible en Eric justificaron una condena de nueve años en prisión, que posteriormente se transformó en cadena perpetua. La historia de Smith se convirtió en una referencia inquietante en el debate sobre la capacidad de los menores de diferenciar entre el bien y el mal, y sobre las causas de una violencia inexplicable en un niño.
Seis años después, en el estado de Florida, otro caso conmocionaría a la opinión pública. Lionel Tate, de tan solo 12 años, se encontraba bajo el cuidado de Tiffany Eunick, una niña de seis años. Los dos estaban en casa de Tate cuando ocurrió el fatídico incidente. Según el relato de la defensa, Lionel estaba imitando movimientos de lucha libre que había visto en la televisión. Sin medir la fuerza de sus golpes, causó la muerte de Tiffany.
Durante el juicio, los abogados de Tate alegaron que el joven no comprendía la gravedad de sus actos, argumentando que, en su mente, no había intención de matar. Sin embargo, la autopsia reveló heridas que indicaban una violencia desmesurada, con fracturas y lesiones internas. La magnitud de las heridas era tal que difícilmente podían atribuirse a un juego.
Lionel Tate fue condenado a cadena perpetua, un veredicto que generó un intenso debate en torno a la justicia para menores. La decisión fue cuestionada por quienes consideraban que un niño de 12 años no debería enfrentar una pena tan severa sin haber tenido la oportunidad de una rehabilitación adecuada. Eventualmente, la condena fue conmutada, pero el caso sentó un precedente doloroso sobre los límites de la ley para castigar a los menores de edad.
En noviembre de 1998, una escena de horror se descubría en la ciudad de Jacksonville, Florida. Josh Phillips, de 14 años, había matado a su vecina Maddie Clifton, de solo ocho años, y escondido su cuerpo bajo su cama durante días. La madre de Phillips descubrió el cadáver tras percibir un olor extraño y hallar manchas de sangre cerca de la cama de su hijo.
Según el testimonio de Phillips, el asesinato no fue premeditado: él estaba jugando con Maddie cuando accidentalmente la golpeó con un bate de béisbol, y, en pánico, intentó encubrir lo sucedido. Sin embargo, el hecho de que escondiera el cuerpo y continuara su vida cotidiana durante días evidenció una frialdad difícil de explicar en un niño de 14 años.
Este caso dejó a los psicólogos y a la sociedad cuestionando la salud mental y la capacidad de empatía de Phillips, quien fue juzgado como adulto y sentenciado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. El asesinato de Maddie Clifton permanece en la memoria colectiva como uno de los ejemplos más oscuros de un crimen infantil, destacando el dilema de cómo juzgar a un menor cuya mente parece actuar sin remordimiento ni comprensión del horror que ha provocado.
El caso de Brenda Spencer, de 16 años, inauguró la triste era de los tiroteos en escuelas en Estados Unidos. En 1979, Spencer disparó desde la ventana de su casa hacia una escuela primaria en San Diego, matando a dos adultos e hiriendo a ocho niños. Cuando le preguntaron la razón de su ataque, su respuesta se convirtió en una frase que retumbaría por generaciones: “No me gustan los lunes”.
Este crimen, que inspiró canciones y reflexiones sobre la violencia juvenil, sorprendió por su falta de motivo aparente. Brenda era una joven que vivía en un ambiente familiar disfuncional, con un padre que había sido acusado de maltrato y abuso. Las condiciones en las que vivía, sumadas a problemas mentales, llevaron a la fiscalía a cuestionarse si el acceso a armas por parte de menores debía ser más restringido. Spencer fue condenada a cadena perpetua, pero su caso sigue levantando preguntas sobre la influencia de la violencia en el hogar en la conducta criminal de un menor.
Con apenas 11 años, Jordan Brown fue acusado de asesinar a Kenzie Houk, la prometida de su padre, en su casa de Pensilvania. Kenzie estaba embarazada de ocho meses cuando fue encontrada muerta por un disparo en la cabeza. Jordan, el principal sospechoso, supuestamente había utilizado una escopeta que le habían regalado para la caza. Las autoridades sostuvieron que el motivo podría haber sido los celos por el inminente nacimiento de un medio hermano.
El caso de Brown generó controversia debido a su corta edad y al rigor de la justicia con menores. Después de un juicio prolongado, la Corte Suprema de Pensilvania revocó su condena en 2018, argumentando falta de pruebas concluyentes. Aunque fue liberado, el caso de Jordan Brown sigue resonando como uno de los crímenes juveniles más controvertidos y un ejemplo de la complejidad que enfrenta el sistema judicial al lidiar con niños involucrados en delitos graves.