Las obligadas tarjetas de presentación en las cuales usted pone su nombre, dirección, correo electrónico y teléfonos de contacto, a veces son un arma de doble filo.
En 1987 cuando dirigíamos como presidente la compañía Sergio Vargas & Asociados, dábamos, como era de suponer, dicha información a todos los contactos. Nuestros empleados andaban con varias de ellas.
En una oportunidad me llamaba insistentemente por teléfono, una persona de un bar ubicado en la calle José Martí.
Le decía que yo tenía una cuenta de dos mil pesos en dicho negocio hace mas de un mes y que debía pasar a pagar o ellos enviarían a un cobrador para cobrarme.
Al principio no conversé con la persona a quien supuestamente le “debía” ese dinero. Estaba en la calle. Llamaba todos los días hasta que un día me encontró y asi conversé con el supuesto acreedor.
Le dije que estaba equivocado, que yo no acostumbraba a ir a ese tipo de lugares.
Días después siguió llamando y le dije que si él me había atendido en el lugar para darme ese crédito. Me dijo que sí, y le pregunté si podía describirme.
Dijo que yo era de color oscuro, gordito y bajito y le dejé mi tarjeta.
Vaya usted a ver… la persona que poseía dichas características era un empleado de la empresa que usaba su verbo rápido y locuaz para lograr sus deseos. Así supe al final de la particularidad del supuesto “Cholo”, quien se llama César Sánchez (muñeco). Desde ese momento me di cuenta que yo era un tipo conocido de nombre, pero desconocido físicamente.
Eso nos enseña que muchas veces sojuzgamos a los otros sin tener la más mínima idea de quién es en realidad.
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