Viajar a Haití en vehículo propio cuesta quince pesos por carreteras construidas con cientos de millones de dólares del presupuesto. Este es el único país en el que se paga una sola vez por el paso dos veces por un mismo peaje y según estadísticas oficiales el 52% del parque vehicular lo forman motores de dos ruedas que no pagan el derecho de tránsito por carreteras. Alrededor del 63% de los ingresos fiscales provienen del consumo, lo cual significa que la mayor parte del financiamiento de las estructuras del Estado recae sobre la clase media y los grupos de menores ingresos. Además, las exenciones fiscales a los sectores más favorecidos equivalen entre el siete y el ocho por ciento del Producto Interno Bruto, suma que supera los 150 mil millones de pesos, un monto cercano a la quinta parte del presupuesto nacional.
Con estas estadísticas es difícil labrar un futuro prometedor y es obra de un milagro que este país funcione, porque en realidad funciona, aunque cueste admitirlo en ciertas esferas empresariales y políticas. Es cierto que algunas cosas, muchas dirán políticos, no funcionan bien y otras probablemente muy mal. Pero la República Dominicana no es un estado fallido y, por el contrario, es el único en el subcontinente con un crecimiento económico sostenido por más de cuatro décadas, con un ritmo de actividad comercial y cultural en auge permanente, donde funcionan con libertad los partidos, la prensa, los sindicatos, las universidades, los museos, los centros culturales, el turismo, los restaurantes y otros centros de diversión.
El problema real de la nación es el enorme desequilibrio social y la escasa capacidad del Estado para reducir esa brecha, tarea cada vez más difícil por la inequidad del sistema tributario y la dificultad de alcanzar un consenso que conduzca a un pacto en el ámbito fiscal para atacar el alto nivel de pobreza que amenaza la paz y la seguridad de la República.
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