Propuestas para una política nacional del agua y del suelo en República Dominicana.
Santo Domingo.– El paso del huracán Melissa sobre la República Dominicana ha vuelto a poner a prueba la madurez de nuestros debates públicos sobre medio ambiente, desarrollo y pobreza.
Cada tormenta que azota el país reaviva las mismas explicaciones de siempre: de un lado, los que culpan al “capitalismo explotador”; del otro, los que repiten sin matices que “todo es culpa del cambio climático”. Ambas visiones son cómodas, ideológicas y, sobre todo, insuficientes.
El magnate Bill Gates —quien durante años fue uno de los principales promotores del discurso climático global— sorprendió esta semana con un memorándum en el que se opone a la “perspectiva catastrofista” dominante.
Según The New York Times (28 de octubre de 2025), Gates reconoce que el cambio climático tendrá consecuencias graves, “sobre todo para los países pobres”, pero advierte que “no conducirá a la desaparición de la humanidad”.
En otras palabras, menos alarmismo y más soluciones prácticas. Su viraje coincide con la creciente desconfianza hacia el climatismo burocrático: ese entramado de agencias, cumbres y consultorías que mide el progreso por temperaturas promedio y toneladas de CO₂, pero rara vez por drenajes, reforestación o agua potable en los barrios pobres.
Durante la tormenta Melissa, un dirigente local repitió el viejo credo revolucionario: “La tragedia no es natural, es social”. Su razonamiento es clásico: los derrumbes y las inundaciones serían consecuencia directa del “saqueo capitalista” y de la “voracidad de las élites económicas”.
Este enfoque —que traslada cada fenómeno físico al terreno moral o de clase— convierte un problema técnico en una batalla ideológica interminable. Así, donde hay cañadas obstruidas o barrios construidos sobre riberas, no se habla de ingeniería ni de urbanismo, sino de “neoliberalismo”.
Pero el agua no entiende de manifiestos: busca su cauce, no su enemigo político.
En el extremo opuesto, otro exdirigente de izquierda, hoy funcionario de redes internacionales, explicó las lluvias de octubre como efecto del “patrón global del cambio climático”.
El discurso suena científico, pero termina siendo igual de evasivo: la culpa es del planeta entero, no de la zanja tapada ni de la cañada convertida en vertedero. Ambos discursos —el marxista y el climatista— comparten un defecto: sustituyen la responsabilidad nacional por causas abstractas.
Lo que destruye vidas y viviendas no es el capitalismo ni la atmósfera: es la improvisación. Durante décadas, la República Dominicana ha construido sin planificación, ha permitido invasiones en zonas inundables y ha olvidado el mantenimiento de presas y drenajes.
La pobreza se agrava cuando el Estado tolera la anarquía urbana y cuando los municipios no limpian los cauces ni controlan los vertederos. Esa es la verdadera raíz de nuestra vulnerabilidad.
Japón, Corea del Sur y Singapur —todos países capitalistas— enfrentan tifones con disciplina cívica, ingeniería avanzada y planificación urbana. Incluso China, con su modelo híbrido, ha controlado inundaciones seculares mediante megaproyectos hidráulicos.
Cuba, en cambio, pese a su discurso socialista y ambientalista, sigue sufriendo los mismos desastres urbanos que nosotros. La ideología no sustituye la técnica, ni la retórica crea infraestructura.
La posición de Gates debería servirnos para repensar el debate: no se trata de negar el calentamiento global, sino de evitar que el miedo o la propaganda sustituyan las soluciones concretas.
El optimismo racional —la fe en la capacidad humana para adaptarse, innovar y corregir— es hoy más útil que el fatalismo climático o el resentimiento ideológico.
La República Dominicana necesita una política integral del agua y del territorio basada en cinco pilares:
1) Educación ambiental cívica desde las escuelas.
2) Reforestación y manejo de cuencas con continuidad estatal.
3) Infraestructura hidráulica moderna y mantenimiento regular.
4) Ordenamiento urbano riguroso y sanción a las construcciones ilegales.
5) Transparencia en la gestión pública para evitar que cada proyecto termine en promesa electoral.
Solo así podremos transformar el drama recurrente de cada huracán en una oportunidad de madurez nacional.