Europa frente a Rusia cuando: el miedo sustituye a la diplomacia

El ensayo de Sachs invita a reconocer a Rusia como actor central para evitar un mayor deterioro de la paz.

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Victor Grimaldi Céspedes.

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Santo Domingo.– Conocí a Jeffrey D. Sachs en la Academia Pontificia de las Ciencias, en la Santa Sede.

Reflexiones sobre la paz y la seguridad en Europa

Coincidimos allí en distintas fechas, en encuentros que no tenían nada de superficiales ni de ceremoniales. Eran espacios de reflexión seria, convocados por el Vaticano, donde científicos, economistas, políticos y diplomáticos debatíamos sobre desarrollo, desigualdad, medio ambiente, ética y, sobre todo, paz. En una de esas ocasiones estuve también con Bernie Sanders.

No se trataba de posar para fotografías, sino de confrontar ideas en un clima poco frecuente en la política contemporánea: sin consignas, sin histeria, sin necesidad de aplausos inmediatos.

Traigo a colación esa experiencia porque el reciente ensayo de Sachs, European Russophobia and Europe´s Rejection of Peace: A Two-Century Failure, no surge del oportunismo ni del alineamiento automático con ningún poder. Es el fruto de una reflexión de largo aliento, anclada en la historia europea y en la convicción de que la paz no se construye con discursos morales abstractos, sino con arquitectura política realista. Sachs no escribe para agradar; escribe para incomodar. Y Europa, hoy, necesita ser incomodada.

Historia y consecuencias de la rusofobia estructural

La tesis central de Sachs es tan simple como perturbadora: durante más de dos siglos, Europa ha mostrado una tendencia recurrente a rechazar acuerdos de paz o arreglos de seguridad con Rusia incluso en momentos en que esos acuerdos eran posibles.

No porque Rusia fuera irreprochable, sino porque reconocer sus intereses de seguridad se volvió políticamente inaceptable. A esa actitud persistente Sachs la denomina "rusofobia estructural". No se trata de odio cultural ni de prejuicio emocional, sino de algo más profundo: una deformación del pensamiento estratégico europeo que considera legítimas sus propias alianzas, expansiones institucionales y despliegues militares, mientras interpreta como intrínsecamente amenazantes o ilegítimos los movimientos rusos, sobre todo cuando se producen cerca de sus fronteras.

Este doble rasero ha tenido consecuencias devastadoras. Europa ha confundido el juicio moral con la política de seguridad, y al hacerlo ha ido estrechando el espacio de la diplomacia hasta convertir la confrontación en una profecía autocumplida.


La historia ofrece ejemplos claros. En el siglo XIX, la Guerra de Crimea marcó el inicio de una lógica en la que Rusia dejó de ser tratada como un actor europeo más para convertirse en una amenaza casi metafísica. En el período de entreguerras, el fracaso de una verdadera seguridad colectiva que incluyera a la Unión Soviética abrió el camino a la catástrofe del fascismo. Tras la Segunda Guerra Mundial, la división y remilitarización de Europa consolidaron un orden de bloques que convirtió al continente en el principal teatro de la Guerra Fría. Y tras 1991, cuando parecía posible una arquitectura de seguridad inclusiva, Europa optó por un sistema construido alrededor de Rusia, pero no con Rusia.

El final de la Guerra Fría fue una oportunidad histórica única. La Unión Soviética se disolvió sin una derrota militar directa; Rusia aceptó la pérdida de su control sobre Europa del Este y habló, en boca de Mijaíl Gorbachov, de una "casa común europea" basada en la seguridad indivisible. En lugar de aprovechar ese momento para construir un orden compartido, Europa —siguiendo en gran medida la lógica atlántica— aceptó la ampliación progresiva de la OTAN como si fuera un proceso natural, inevitable y moralmente indiscutible.

Las objeciones rusas fueron descartadas no como preocupaciones de seguridad, sino como nostalgia imperial o mala fe. Así, el desacuerdo dejó de ser negociable y se transformó en una cuestión moral absoluta.

    El resultado de esa elección es el que hoy padecemos. Europa es más insegura que hace veinte años, no menos. Es más dependiente energéticamente de proveedores lejanos, más vulnerable industrialmente, más dividida políticamente y más subordinada estratégicamente a decisiones tomadas fuera de su territorio.

    El rearme se presenta como solución, cuando en realidad es un síntoma del fracaso político. Y lo más inquietante es el regreso del riesgo nuclear al centro de la vida europea, algo que las generaciones nacidas después de 1989 creían superado.

      Nada de esto implica justificar la guerra ni absolver responsabilidades. La invasión de Ucrania es una tragedia humana y política. Pero negar el contexto histórico y estratégico que la precede no acerca la paz; al contrario, la aleja. Sachs insiste —y con razón— en que la paz no requiere confianza ciega, sino reconocimiento de realidades. Reconocer que Rusia, nos guste o no, es un actor central de la seguridad europea no equivale a rendirse ante ella. Equivale a aceptar que ningún orden estable puede construirse ignorando los temores del otro, por incómodos que resulten.

      Desde América Latina y el Caribe, esta reflexión debería interpelarnos profundamente. Nuestra historia está marcada por los costos de las políticas de bloques, por la sustitución de la diplomacia por la fuerza y por la tendencia de las grandes potencias a definir la seguridad sin escuchar a quienes quedan en medio. Sabemos que cuando el diálogo se abandona y la política se moraliza, los pueblos pagan el precio.

      Europa, que fue capaz de reconciliar a enemigos históricos después de 1945, parece hoy haber perdido esa audacia política. Confunde firmeza con rigidez, valores con consignas y seguridad con militarización permanente. La verdadera fortaleza europea no residía en los misiles, sino en su capacidad de transformar conflictos en acuerdos duraderos. Al renunciar a esa tradición, el continente se debilita a sí mismo.

      En la Academia de Ciencias del Vaticano aprendí algo que hoy cobra renovada vigencia: la paz no nace de la unanimidad ni del silencio del adversario, sino del coraje de sentarse a hablar con quien piensa distinto.

        Europa necesita recuperar ese coraje. Si no lo hace, seguirá atrapada en un ciclo de confrontación que la empobrece, la divide y la relega a un papel secundario en el mundo. Rechazar la paz cuando aún es posible nunca ha sido una demostración de principios; siempre ha sido, más bien, una forma de renunciar a la política.

        Victor Grimaldi Céspedes

        Victor Grimaldi Céspedes

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