Miguel Guerrero.
Con frecuencia me estremece el enorme vacío que produce el saber que en realidad nuestros afanes son contra molinos de vientos. Y apelando a otro lugar común como si nos esforzáramos en continuar arando en el desierto.
El periodismo crítico tiene sentido en una sociedad con instituciones. Donde se respeten las leyes y el poder esté obligado a actuar dentro de límites que ellas y la Constitución imponen. No en un lugar donde pisotear o ignorar esta última, como lo ha reconocido la Suprema Corte de Justicia, no tiene un costo.
En naciones como la nuestra, el periodismo crítico es una lamentable pérdida de tiempo. Lo creo de esa manera y, sin embargo, me empecino en seguir siendo el inexplicable ingenuo que en la práctica significa intentar seguir fiel a los principios y a la obligación que, con los años y por respeto a la familia, termina uno imponiéndose de no “morder silencios”, como dice una canción.
Confieso que hubo épocas en que mordí muchos, tal vez más de los que el miedo me impusiera. Pero no era entonces la clase de temor al daño físico, o a la tortura que nunca he conocido, sino al terror de dejar desamparados a aquellos a los que más amo. A los que siempre han dependido de mí, de mi escaso talento y de mi amor por el trabajo, que en el fondo y para todos los fines prácticos es el único patrimonio que poseo.
El hecho de no tener fortuna me ha hecho, sin embargo, más libre de lo que alguien pueda imaginarse. Como dijera San Agustín “no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita”.
El ejercicio crítico en este país es una idiotez tan grande que cuando abordo un tema y no siento temblarme las piernas de miedo, siento que estoy faltando a mi obligación. Porque con los años he llegado a la fatal conclusión de que el día en que desaparezca ese miedo y esta columna no traté de hundir el dedo en la llaga que supura ese hedor que nos condena, habrá llegado el momento del retiro.