A una semana del trágico final de la jovencita Esmeralda Richiez, cuando apenas despuntaba en la flor de la vida, la conmoción social provocada por las circunstancias que rodearon su muerte ha sido tan grande, que aun proyectan el devastador impacto en gran parte de la sociedad dominicana.
Y, no es para menos, por la forma en que se desencadenaron una serie de hechos que precedieron a su repentino deceso y que provocaron comentarios y especulaciones que los informes forenses y las pesquisas no han logrado disipar.
Aunque el informe del Instituto Nacional De Ciencias Forenses (Inacif) señala de forma precisa que la muerte se debió a los efectos de una violación violenta, la propia familia de la víctima no está satisfecha con los resultados de esas investigaciones y ha reiterado su deseo de que se realice una nueva autopsia.
Aún con todo el derecho que asiste a su familia para pedir la repetición de esas pruebas, no deja de ser lamentable y doloroso que el cuerpo de Esmeralda tenga que ser sometido nuevamente a esa experiencia, como si no fuera suficiente con el desgarrador episodio que caracterizó su partida.
Aunque juristas de la talla de Jorge Subero Isa, han lamentado el manejo mediático que se ha dado a este caso, sobre todo pensando en la memoria y la dignidad de Esmeralda, el estremecimiento social se justifica, no el estimulado por el morbo, sino el proveniente del genuino sentimiento de que el caso se esclarezca y que se haga justicia.
Si nos atenemos al informe forense del Inacif, hubo violación con laceraciones y contusiones vaginales severas. Por el cúmulo de afirmaciones y especulaciones que se hicieron a raíz del fatídico caso, muchas dudas e interrogantes han quedado sin respuestas y han sido alimentadas por el escepticismo de la familia de Esmeralda.
¿En realidad estaba embarazada como se sostuvo con insistencia tras la tragedia?
¿Ingirió pastillas sin su conocimiento tal y como han dicho sus padres?
Estas y otras preguntan aun atormentan al ánimo público y quizás lo más trascendente sea el reclamo y también, a manera de lección social, la necesidad de reforzar la orientación a nuestras jóvenes y esperar que se siente un precedente mediante el cual disuada a cualquier adulto a agredir o mancillar a una menor que lo que necesita es cuidado y protección.