La historia es cíclica, los episodios se repiten de tiempo en tiempo como si la humanidad no aprendiera de los errores del pasado, y suben a su escenario buenos, regulares, malos líderes, y la gente como público espectador muchas veces es incapaz de darse cuenta de los oscuros propósitos que esconden ciertos líderes, a veces por ignorancia, y en otras ocasiones porque sus bajos instintos sucumben ante la terrible fuerza de atracción del liderazgo de mano fuerte.
Durante mucho tiempo muchas personas en el mundo admiraron el carácter de Vladimir Putin, y a pesar de ser capitalistas, empresarios, conservadores y simpatizantes de partidos políticos de este corte, celebraron cada una de las acciones de este exoficial de la agencia de servicios de inteligencia soviética KGB, exmilitante del partido comunista, incluso aun después de que era más que evidente que se había erigido en el heredero del totalitarismo de Stalin.
En marzo de 2020 justo cuando el mundo empezaba a sufrir los estragos de la pandemia, Putin logró la aprobación de una reforma constitucional para tener la posibilidad de postularse para dos nuevos mandatos, y un año después la de la ley que lo habilitó para renovar su presidencia por dos nuevos términos de seis años cada uno, y sin ampliar el máximo de dos mandatos presidenciales, devolviendo su tacómetro a cero.
Putin que ha gobernado Rusia prácticamente ininterrumpidamente durante el presente siglo, del 2000 al 2008, y del 2012 hasta ahora, piensa reelegirse hasta el 2030 con la posibilidad de volver a hacerlo hasta el 2036, en las elecciones que se celebrarán en unos días que no son más que un mero formalismo y en las cuales correrá solo, luego de la muerte en prisión de su principal crítico y opositor Alexei Navalny, que lo calificaba de chupasangre, y quien ya había sobrevivido un envenenamiento en agosto de 2020.
A pesar de su poder omnímodo, miles de rusos tuvieron el coraje no solo de acudir a rendir honor a Navalny desafiando al régimen totalitario, sino a expresar su rechazo a la invasión a Ucrania perpetrada hace ya más de un año por Putin, gritando a coro que los ucranianos eran gente buena, y cubriendo de toneladas de flores su tumba, que Putin quería fuera solitaria y anónima. La distancia entre ambos quedó retratada de forma patética en una frase expresada por una mujer rusa: “uno se sacrificó para salvar a su país, y el otro ha sacrificado a su país para salvarse a sí mismo”.
No es casualidad que haya habido una conexión entre el expresidente norteamericano Donald Trump y Putin, y que ataques cibernéticos rusos ya comprobados hayan sido utilizados para facilitar su acceso al poder en el 2016 para ilegítimamente derrotar a la vencedora del voto popular Hillary Clinton, por aquello de que los semejantes se atraen.
El mundo observó estupefacto el asalto al Capitolio auspiciado por Trump buscando impedir la toma de posesión del presidente Joe Biden, y asistimos a la agonía del poderoso imperio de la ley, del cual los estadounidenses siempre se han ufanado, pues Trump sigue desafiándolo no solo porque es el seguro candidato republicano para las elecciones de noviembre, sino porque logró que la Suprema Corte, a pesar de que no lo exculpó de incitar la insurrección, decidiera unánimemente que los estados no tienen poder bajo la Constitución para hacer cumplir la Sección 3 de la Enmienda 14 que prohíbe volver a ocupar un cargo a los funcionarios que hayan «participado en insurrección o rebelión» contra el país. Esta decisión comprueba una vez más los límites de esta y cualquier otra constitución, al enfrentarse a lo que es una crisis existencial y gubernamental propiciada por un líder sin temor institucional. Esperemos que esta crisis no se siga extendiendo hasta permitir lo que hasta hace pocos años era inimaginable, intentar reformar la Constitución para romper también con los dos períodos y nunca más. Penosos ejemplos de liderazgos negativos que tiene el mundo, dispuestos a todo para salvarse a sí mismos, ojalá que exista suficiente coraje para detenerlos.