Chomsky, Leonel y la Inteligencia Artificial

La visita del cardenal Ravasi y eventos académicos impulsan el diálogo sobre fe, cultura y tecnología en la región.

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Víctor Grimaldi Céspedes.

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Santo Domingo.– Recuerdo con afecto a León David, seudónimo de Juan José Jiménes, un gran amigo a quien no he vuelto a ver desde junio de 2012, en aquellos días en que el presidente Leonel Fernández puso a circular las Obras Completas de Juan Bosch. Lo recuerdo por muchas cosas buenas, pero sobre todo por nuestras largas conversaciones —hace ya casi cincuenta y cinco años, en 1971— sobre historia, poesía, literatura y cultura en general, en tiempos en que los libros eran la base insustituible del conocimiento.

Debate ético y cultural sobre inteligencia artificial

A su padre, don Juan Isidro Jiménez Grullón, gran ser humano e intelectual de primera línea, lo traté con frecuencia en aquellos años. Sus obras, a mi juicio, merecen ser reeditadas y reunidas como Obras Completas, para beneficio de nuevas generaciones que desconocen su profundidad y rigor.

La memoria de Juan José me conduce inevitablemente a Noam Chomsky, a quien conocí personalmente en Roma cuando fue invitado por el cardenal Gianfranco Ravasi a dictar una conferencia en el Pontificio Consejo de la Cultura de la Santa Sede.

Fue un encuentro intelectual de alto nivel, coherente con la vocación de diálogo entre fe, cultura y ciencia que Ravasi impulsó durante años.

Durante la presidencia de Leonel Fernández, el cardenal Ravasi visitó la República Dominicana con motivo de la Feria Internacional del Libro de 2011, dedicada a la Santa Sede. Aquella visita simbolizó una apertura al debate cultural global que hoy resulta más necesaria que nunca, especialmente ante los desafíos tecnológicos contemporáneos.

    En 2023, un medio italiano publicó un artículo particularmente interesante sobre la inteligencia artificial y su relación con el lenguaje humano. En él se mencionaban a Chomsky y a otros autores fundamentales del debate contemporáneo. Ese mismo año, la Fundación Global Democracia y Desarrollo (FUNGLODE) organizó en Casa de Campo un seminario internacional sobre inteligencia artificial, al que asistí invitado por Leonel Fernández. Ambos episodios —el académico europeo y el foro dominicano— evidencian que la IA ya no es un asunto técnico marginal, sino un problema cultural, ético y político de primer orden.

    El artículo italiano partía de una pregunta provocadora: ¿qué diferencia hay entre ChatGPT y un loro? Desde el lanzamiento de ChatGPT, el agente de inteligencia artificial capaz de producir textos de complejidad impresionante simulando un interlocutor humano, el entusiasmo no ha dejado de crecer.

    Se suceden nuevas versiones, inversiones millonarias y promesas de transformación radical de la vida cotidiana: desde la escritura y la educación hasta el derecho y la justicia. No faltaron excesos, como el caso de DoNotPay, una start-up que llegó a ofrecer un millón de dólares a quien usara un chatbot para defender una causa ante la Corte Suprema de los Estados Unidos, iniciativa que terminó diluyéndose ante la amenaza de consecuencias penales.

    Sin embargo, las aplicaciones prácticas no agotan el núcleo del debate. En paralelo se desarrolla una discusión mucho más profunda y teórica: ¿hablan realmente estos sistemas?, ¿razonan?, ¿entienden?, ¿o simplemente imitan? Estas preguntas no son nuevas. Se remontan al célebre artículo de Alan Turing de 1950, cuando propuso evaluar a las máquinas no por si "piensan", sino por si logran confundirse con un ser humano en una interacción lingüística: el famoso test de Turing.

    Opiniones críticas sobre chatbots y comprensión del lenguaje

    Las objeciones no tardaron en llegar. Entre ellas, la célebre "habitación china" de John Searle, que cuestionó la idea de que la manipulación formal de símbolos equivalga a comprensión. Ocho décadas después, el problema sigue abierto y se ha vuelto más actual que nunca con la irrupción de los grandes modelos de lenguaje.

    En este contexto, la intervención pública de Chomsky fue especialmente contundente. En un artículo de opinión en The New York Times, calificó de "tragicómicas" las inversiones descomunales en chatbots como ChatGPT, describiéndolos como simples agregados de correlaciones estadísticas incapaces de acercarse a la sofisticación de la gramática humana.

    Para Chomsky, la llamada pobreza del estímulo sigue siendo decisiva: un niño aprende su lengua materna con datos limitados y produce frases infinitamente creativas y gramaticalmente correctas; un modelo como ChatGPT, en cambio, necesita cientos de miles de millones de palabras y aun así carece de comprensión real.

      Pocos días antes, la lingüista Emily Bender había planteado una crítica complementaria al definir a estos sistemas como "loros estocásticos": máquinas extraordinariamente eficaces para combinar palabras según probabilidades, pero sin noción alguna de significado. Su advertencia iba dirigida contra el AI hype, el entusiasmo acrítico impulsado por intereses económicos colosales y acompañado, no pocas veces, por la marginación de las voces éticas dentro de la propia industria tecnológica.

      Las reacciones no se hicieron esperar. A Chomsky se le acusó de boomerismo intelectual; a Bender, de alarmismo. Sin embargo, ambos recibieron también un amplio respaldo académico. Más allá de las polémicas personales, lo esencial es que el debate revela una continuidad histórica: seguimos preguntándonos qué significa realmente hablar, entender y pensar.

      La cuestión decisiva no es si un chatbot puede producir textos convincentes —eso ya lo hace—, sino si debemos aceptar la ilusión de humanidad como criterio suficiente para reorganizar nuestra vida social, educativa, cultural y política en torno a estas tecnologías. Chomsky y Bender, desde posiciones distintas, coinciden en una respuesta clara: no. Reducir el lenguaje a una mera secuencia de outputs desconectados de intención, experiencia y responsabilidad moral empobrece nuestra comprensión de lo humano.

      Hablar es un acto relacional, cargado de sentido, emociones y deberes éticos. Vaciarlo de esa complejidad puede llevarnos a confundir eficiencia con comprensión y simulación con pensamiento. Como advierte Emily Bender, hemos aprendido a construir máquinas que producen montañas de texto; lo que aún no hemos aprendido es a no imaginar una mente allí donde solo hay cálculo.

      Por eso, el escepticismo de muchos científicos —a veces incómodo, a veces antipático— cumple una función indispensable: actuar como guardianes críticos frente al triunfalismo tecnológico. En un mundo deslumbrado por la inteligencia artificial, recordar la singularidad del lenguaje humano no es nostalgia: es una forma de defensa cultural, ética y política.

      Victor Grimaldi Céspedes

      Victor Grimaldi Céspedes

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