Juan Bosch y el desencanto con el socialismo real (1966–1989)

Los viajes internacionales de Bosch consolidaron su escepticismo hacia el socialismo autoritario y reforzaron su ideal democrático.

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Víctor Grimaldi Céspedes.

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Santo Domingo.– La salida de Juan Bosch hacia España en noviembre de 1966 no fue un simple retiro intelectual ni un exilio forzado en el sentido clásico.

Juan Bosch y su exilio en España: contexto y consecuencias políticas

Fue una decisión política consciente, tomada en un contexto excepcional: la República Dominicana acababa de salir de una guerra civil sangrienta y de una intervención militar extranjera que fracturó profundamente al Estado, a la sociedad y a la clase política.

Bosch comprendió que su presencia activa en el país, apenas meses después de la guerra de 1965, podía convertirse en un factor adicional de tensión.

Su alejamiento temporal del escenario nacional le dio, de hecho, un margen de maniobra inicial al presidente Joaquín Balaguer, quien comenzaba a gobernar un país exhausto, traumatizado y vigilado por los equilibrios de la Guerra Fría.

Instalado en España, Bosch entró en una de las etapas más fecundas de su producción intelectual. Allí escribió "El Caribe: frontera imperial" y "Composición social dominicana", dos obras mayores que no nacieron del dogma ideológico, sino del análisis histórico y estructural del poder.

En esos dos libros Bosch examinó el peso del imperialismo, la formación social dominicana y las debilidades internas del Estado nacional, con una mirada crítica tanto del capitalismo dependiente como de los modelos autoritarios que se proclamaban socialistas.

Durante ese período europeo, Bosch amplió su observación directa del mundo. Viajó a Suecia, donde estableció vínculos con el Partido Socialdemócrata liderado por Olof Palme.

Los viajes internacionales de Juan Bosch y su evolución política

Ese modelo sueco —democrático, social, pluralista y sin partido único— fue siempre el más cercano a su ideal político. No era el socialismo de los comités centrales ni de la policía política, sino el de la justicia social compatible con la libertad.

Posteriormente visitó Yugoslavia y Rumania, y más tarde Corea del Norte, Vietnam, China y Camboya.

En Rumania conoció personalmente a Nicolae Ceau?escu. Esos viajes no reforzaron su fe en el socialismo real; al contrario, consolidaron su escepticismo.

    Bosch nunca ocultó que la Unión Soviética no le agradó jamás. Incluso relataba un episodio aparentemente menor —una seña obscena de una prostituta durante una escala en un aeropuerto soviético— como símbolo de una degradación moral que, para él, trascendía la anécdota y revelaba el trasfondo de un sistema.

    En abril de 1970, Bosch regresó definitivamente a la República Dominicana. A partir de entonces no volvió a visitar países del bloque socialista europeo ni asiático. Su experiencia estaba concluida.

    A Suecia regresó en enero de 1975 después de estar en Italia, donde había estado como Presidente de la República electo en Enero de 1963.

    Desde Estocolmo me envió una tarjeta postal, gesto sencillo pero revelador de su estima por Suecia y por su modelo político.

    En ese mismo viaje pasó por Cuba, donde visitó a su hijo Patricio nacido en La Habana durante la época del gobierno de Ramón Grau San Martín.

    Muchos años después, en diciembre de 1989, viajamos juntos —Bosch, su esposa y yo— a Madrid, en pleno derrumbe del bloque socialista europeo.

    Bosch no hablaba extensamente del tema en conversaciones privadas, pero observaba. Esta vez sí elogió la gestión del Gobierno de Felipe González en España.

    En esta etapa de cambios escribió en Vanguardia del Pueblo una serie de artículos analizando la Perestroika, con su habitual prudencia intelectual.

    Y en 1990, ante la Cámara Americana de Comercio, afirmó algo que sorprendió incluso a viejos seguidores: si volvía a ser presidente, privatizaría los ingenios azucareros y las empresas del Estado.

    Aquella declaración ante el empresariado nacional y extranjero marcó un punto de no retorno en su pensamiento económico, si bien como Presidente en 1963 también fue favorable al desarrollo empresarial.

    El fusilamiento de Nicolae Ceaușescu y su esposa en diciembre de 1989, cuando estábamos en Madrid, tras un juicio sumario que fue más venganza que justicia, debió conmocionarlo profundamente.

    Bosch nunca fue comunista, pero sí fue un humanista riguroso. La ejecución televisada de un dictador simbolizaba no solo el fin de un régimen, sino la bancarrota moral del socialismo autoritario, incapaz de ofrecer una salida digna incluso en su propia caída.

    A la distancia, resulta claro que Juan Bosch no renegó de la justicia social ni de la necesidad de corregir las desigualdades del capitalismo periférico.

    Lo que abandonó fue la ilusión de que los regímenes autoritarios —de izquierda o de derecha— pudieran producir sociedades libres, justas y moralmente sanas.

    Su recorrido internacional no fue ideológico, sino empírico. Observó, comparó y concluyó.

    Ese Bosch, el que regresó en 1970 y el que habló en 1990, ya no era el dirigente atrapado en las simplificaciones de la Guerra Fría.

    Era un pensador histórico que había visto de cerca el poder, sus mitologías y sus ruinas. Y por eso, quizás, su juicio final sobre el socialismo real fue más elocuente que cualquier consigna.

    Victor Grimaldi Céspedes

    Victor Grimaldi Céspedes

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