La confianza en el Estado depende de reglas claras y controles efectivos para evitar la erosión de lo público
Santo Domingo.– El Estado no es una abstracción ni una consigna ideológica. El Estado es, en términos prácticos, el instrumento que la sociedad se da para garantizar derechos, administrar lo común y equilibrar desigualdades. Es el garante último de la seguridad, la salud, la educación y la justicia.
Cuando funciona casi no se nota; cuando falla, lo pagamos todos. Por eso la calidad moral y técnica de sus instituciones no es un asunto secundario, es un asunto de supervivencia democrática.
Casos como el de Senasa, más allá de cómo concluyan las investigaciones, revelan un riesgo mayor: la degradación institucional. Cuando una entidad creada para proteger a los más vulnerables aparece asociada a opacidad, discrecionalidad y conflicto de interés, el daño no es solo administrativo, es simbólico. Se erosiona la idea misma de lo público.
El problema no es solo la posible irregularidad puntual. El verdadero riesgo es que el Estado deje de ser percibido como garante de derechos y pase a verse como un espacio de captura, reparto o privilegio. Ahí comienza el quiebre del contrato social. Un Estado degradado no colapsa de golpe: se vacía lentamente, pierde autoridad, pierde legitimidad y pierde sentido.
Por eso, más que defensas automáticas o condenas anticipadas, lo que se necesita es transparencia, rendición de cuentas y consecuencias claras, porque cuando el Estado se debilita, no gana el mercado ni gana la política: pierde la sociedad entera.