El encuentro reunió a destacados intelectuales y marcó un momento clave en la historia literaria dominicana.
Santo Domingo.– A finales de los años 1960, cuando yo apenas comenzaba a abrirme camino en el oficio de escribir, el poeta Héctor Díaz Polanco me hizo una recomendación que jamás olvidé: estudiar el estilo de dos autores que, según él, marcaban caminos distintos pero igualmente luminosos. Me dijo: “Lee Tres tristes tigres y lee Por quién doblan las campanas.” Eran tiempos de búsqueda, de disciplina, de aprender a mirar la realidad con ojos propios.
En la Universidad, el poeta Freddy Gatón Arce nos hablaba de otro maestro de la escritura sobria: Azorín. Sus clases siempre estaban impregnadas de esa precisión castellana que lo caracterizaba. Pero, más allá de todos esos referentes, nosotros los dominicanos teníamos la fortuna de contar con un modelo vivo, auténtico y cercano: Juan Bosch.
Y quiero subrayarlo con la autoridad de quien lo vio: Gabriel García Márquez también lo llamaba “Maestro”. No Bosch. No Juan. Maestro. Así lo escuché pronunciar, con admiración abierta y sin reservas, mucho antes de que Gabo recibiera el Premio Nobel de Literatura.
El domingo 1 de julio de 1979, tras el acto multitudinario por los 70 años de Juan Bosch en el Club Mauricio Báez, la ciudad todavía vibraba con la presencia de intelectuales como Nicolás Guillén, Regis Debray, Manuel Maldonado Dennis, Julio Le Riverend, Miguel Otero Silva, Pedro Mir, Virgilio Díaz Ordóñez y Marcio Veloz Maggiolo.
El ambiente era de celebración, pero también de ideas.
Entre los invitados estaba ya entonces una figura central de la literatura latinoamericana: Gabriel García Márquez.
Aquella noche nos trasladamos al apartamento de Milagros Ortiz Bosch —su casa de siempre— donde comenzaban a preparar los ya célebres chicharrones de pollo.
El pequeño Juan Basanta corría por la sala mientras la conversación derivaba naturalmente hacia política, literatura y los vientos que soplaban sobre América Latina.
Fue allí donde tuve la oportunidad de entrevistar a Gabriel García Márquez para Vanguardia del Pueblo. Una conversación intensa, directa y en un ambiente de confianza que hoy forma parte de la memoria histórica del país.
García Márquez habló con claridad casi profética sobre la inminente caída de Somoza y sobre la inutilidad de las maniobras estadounidenses en Nicaragua.
Reveló también algo poco conocido: su decisión de no publicar ficción mientras Augusto Pinochet permaneciera en el poder. “No publicaré —me dijo— aunque sí seguiré escribiendo.” Tenía ya un conjunto de cuentos listos, pero se negaba a entregarlos al público mientras no se resolviera el drama de los desaparecidos, los presos políticos y los exiliados chilenos.
Años después, él mismo contaría la única vez que vio a Ernest Hemingway en París. No se atrevió a cruzar la avenida para entrevistarlo ni para expresarle su admiración; solo se llevó las manos a la boca y gritó: “¡Maaaeeestro!”. Hemingway se volvió, alzó la mano y le respondió en un castellano travieso: “¡Adiooos, amigo!”.
Pero en Santo Domingo, esa reverencia tuvo un matiz diferente. En vez del ídolo distante, Gabo tenía delante a un hombre a quien admiraba sinceramente: Juan Bosch. El maestro vivo. El político, cuentista, narrador y pensador que elevó la literatura dominicana a rangos universales.
García Márquez lo sabía. Lo reconocía. Y lo decía frente a todos sin ambigüedades.
Si Hemingway fue la voz que lo empujó a escribir, Bosch fue la voz latinoamericana que lo acompañó en su madurez.
Dos reverencias, dos épocas, dos mundos unidos por la literatura y la historia.