La propuesta incluye uso de activos rusos congelados para financiar la reconstrucción de Ucrania.
Santo Domingo.– Cuando van a cumplirse cuatro años del estallido del conflicto entre Rusia y Ucrania, el tablero internacional sufrió un giro que ni Washington, ni Bruselas, ni Kiev imaginaron.
La prolongación de la guerra, el fracaso de las sanciones económicas, la caída industrial europea y el ascenso de un eje euroasiático liderado por Rusia y China transformaron profundamente la arquitectura del mundo.
Lo que comenzó como un choque militar localizado termina convirtiéndose en el mayor reacomodo geopolítico desde el final de la Guerra Fría.
En este contexto, con su nuevo gobierno en la Casa Blanca, Donald J. Trump presenta un ambicioso y polémico Plan de Paz estructurado en 28 puntos. Más allá de su dimensión diplomática, el plan constituye una pieza central del reordenamiento global que se está gestando: una redefinición de esferas de influencia, un rediseño de compromisos militares y, sobre todo, una estrategia para reposicionar a Estados Unidos y evitar la consolidación definitiva del bloque euroasiático.
Europa entra debilitada a este escenario. Su industria energética y manufacturera ha sufrido un retroceso histórico causado por sanciones mal calculadas, rupturas de suministro y errores estratégicos que la dejaron subordinada a intereses ajenos.
Ucrania llega exhausta, con un Estado fracturado, una economía al borde del colapso y un territorio devastado. Rusia, por el contrario, emerge fortalecida: su rublo resistió, sus exportaciones se redirigieron hacia Asia y su estructura estatal se consolidó bajo una economía de guerra.
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La propuesta revela algo que veo en Negocios TV de YouTube, un canal que recomiendo. Los analistas —Paco Arnau, José Manjón y Armando Jiménez— coinciden en señalar: Occidente perdió la guerra estratégica.
Indican que el orden creado después de 1991 ya no existe. El mundo está entrando en otra época, y el Plan Trump es el primer documento que intenta darle forma.
El Plan Trump no es un simple acuerdo bilateral: es una arquitectura de control, supervisión, reparto económico y nuevo equilibrio militar.
El acuerdo de los 28 puntos inicia con el reconocimiento explícito de la soberanía ucraniana, seguido de un pacto de no agresión entre Rusia, Ucrania y Europa, marcando el fin de cualquier expansión militar hacia el este.
Rusia se comprometería a no invadir a sus vecinos, mientras que la OTAN aceptaría detener su expansión, formalizando el cierre del ciclo geopolítico que inició con la caída de la URSS.
Estados Unidos asume el rol de mediador principal, con un diálogo directo entre Rusia y la OTAN bajo su supervisión. Washington otorgaría garantías de seguridad a Ucrania, pero bajo condiciones estrictas: Kiev no podrá lanzar ataques sobre territorio ruso, pues cualquier acción unilateral pondría en riesgo la asistencia militar estadounidense.
El Ejército ucraniano quedaría limitado a 600,000 soldados, y el país renunciaría constitucionalmente a ingresar en la OTAN, mientras que la propia organización se comprometería a no admitirlo jamás.
En materia territorial, el plan reconoce de facto la soberanía rusa sobre Crimea, Luhansk y Donetsk. Las regiones de Kherson y Zaporizhzhia quedarían congeladas en la línea actual de contacto, sin cambios inmediatos en su estatus jurídico. Además, se prevé la operación conjunta y supervisada por organismos internacionales de la planta nuclear de Zaporizhzhia, con distribución equitativa de la electricidad producida.
Una amplia franja de puntos está dedicada a la reconstrucción económica de Ucrania. Estados Unidos propone un plan masivo para restaurar infraestructura crítica, redes de gas, centros tecnológicos y sistemas industriales. Los activos rusos congelados en Occidente —100 mil millones de dólares— serían utilizados para financiar estos proyectos, pero bajo contratos manejados principalmente por empresas estadounidenses, que recibirían el 50% de los beneficios.
Rusia, por su parte, sería progresivamente reintegrada en la economía mundial, con vistas a su retorno parcial al G8.
El plan abre la puerta a un fondo de inversión conjunto entre Estados Unidos y Rusia para megaproyectos energéticos, mineros y tecnológicos. Complementa este apartado un paquete de programas culturales y educativos para reducir tensiones lingüísticas en Ucrania, así como una ley formal de no agresión que Rusia se comprometería a aprobar.
Finalmente, el acuerdo establece elecciones ucranianas en un plazo de 100 días y una amnistía total para todas las partes involucradas en el conflicto. El alto al fuego sería inmediato una vez firmado el acuerdo, dando inicio a un período de supervisión internacional coordinado por una comisión tripartita.
Las interpretaciones del plan por parte de los analistas Arnau, Manjón y Jiménez coinciden en un punto esencial: Rusia llega a la mesa negociadora con ventaja estratégica, política y militar.
Paco Arnau sostiene que el plan confirma el fracaso absoluto de la política de sanciones occidentales. Para él, la resistencia rusa y la caída europea son evidencia de que Moscú ha ganado la guerra en términos estructurales.
Las sanciones tuvieron un efecto bumerán sobre Europa, que perdió competitividad industrial y estabilidad energética. Arnau señala además que Trump busca “ganar la paz” a través del negocio de la reconstrucción, no por razones morales.
José Manjón agrega que Rusia puede esperar años en una economía de guerra adaptada, mientras Ucrania no tiene esa capacidad. Destaca que la corrupción en Ucrania —agravada durante la guerra— ha debilitado la cohesión social.
Para él, el plan de Trump intenta atraer a Rusia hacia una cooperación económica que la aleje del bloque BRICS y del eje chino.
Armando Jiménez subraya que la visión geoeconómica domina la estrategia de Trump. Estados Unidos no está dispuesto a seguir financiando guerras que no puede ganar. Europa, afirma, ha aportado mucho menos de lo que declara y enfrenta un desgaste político y financiero severo. Para Jiménez, Ucrania debe decidir entre prolongar un conflicto sin salida o garantizar la supervivencia de su pueblo.
El conflicto ruso-ucraniano aceleró transformaciones históricas que ya estaban en marcha. Rusia consolidó un bloque euroasiático energético, militar y diplomático —alineado con China, India, Irán y buena parte del mundo emergente— que desafía la hegemonía occidental.
Mientras tanto, Estados Unidos bajo Trump adopta un realismo económico pragmático: menos guerras, más negocios. Washington comprende que el poder del siglo XXI no está en la ocupación militar sino en el control de finanzas, energía, tecnología e infraestructura.
Ucrania quedó atrapada en medio del choque entre potencias. Sus errores estratégicos, sumados a las promesas incumplidas de Occidente y su propia corrupción interna, precipitaron una crisis social, económica y militar sin precedentes.
El orden unipolar surgido en 1991 se ha agotado. El mundo se reorganiza en múltiples polos: un eje euroasiático fortalecido, un Occidente reacomodado, un sur global que reclama protagonismo y una competencia tecnológica que redefine la influencia global.
Rusia emerge como el ganador estructural del conflicto. Su economía resistió, su territorio se expandió, su influencia geopolítica creció y su papel en el mundo multipolar quedó consolidado. Estados Unidos, con el retorno de Trump, aparece como el ganador geoeconómico, al posicionarse para capitalizar la reconstrucción ucraniana y reordenar su política exterior según sus propios intereses.
El mundo entra en una nueva etapa. Lo viejo agoniza; lo nuevo comienza a formarse. El Plan Trump es la primera arquitectura visible de ese nuevo orden internacional que definirá las próximas décadas.