Víctor Bautista.
Caí en la tentación del diálogo breve e intenso con un amigo economista, fiscalista irremediable e impenitente, quien terminó convenciéndome de que el consenso es innecesario para articular una reforma fiscal efectiva, que mejore las recaudaciones y establezca en firme la base del crecimiento económico sostenido.
Pido tolerancia, especialmente a la gente proclive al fundamentalismo vital que le impide ver más allá de sus narices y que prefiere ir montada cómodamente, como rebaño, en las olas coyunturales.
El peligro del consenso para acometer la tarea de una reforma fiscal integral está en una probable neutralidad que deje al país en el mismo sitio de hace años, definido por los privilegios, el gasto tributario en sectores ineficientes, que sólo han sabido medrar bajo la sombra de “Papá Gobierno” para acumular caudales y ampliar la brecha social que nos postra.
Un consenso –como dijera otro urticante economista- sería una suerte de guía telefónica con todos los intereses contrapuestos expresados o, cuando menos, un apandillamiento de quienes siempre buscan salirse con las suyas en los procesos de cambio de las políticas impositivas.
Prefiero la sorpresa de una ruptura vigorosa e iconoclasta del esquema fiscal sobre la base de la justicia, la progresividad, el estímulo a la generación de empleos, un uso correcto, focalizado en prioridades, de los fondos públicos y el aniquilamiento de la corrupción administrativa. Esto implica hacer lo que nunca se ha hecho.
Aquí se sabe todo lo que debemos asumir para tener éxito en materia fiscal. Están suficientemente diagnosticados los aspectos que conducen a una presión tributaria vergonzante. Reabrir el debate es una pérdida de tiempo, sobre todo cuando el partido de gobierno tiene el Congreso a su favor. Basta con seguir el concepto de impositus: el tributo que se establece y se pide según sea la capacidad financiera de cada quien.
Víctor Bautista
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