Victor Bautista.
Abundan las profecías –algunas expresadas en forma de cataclismo; otras racionales, comedidas y algunas bobaliconas- sobre la desaparición de esos corpóreos receptáculos de actualidad que me acompañan diariamente en el desayuno.
Si tuviera la vocación de montarme en todas las olas que cruzan –como diría mi contertulio radiofónico José P. Monegro- probablemente hubiese suscrito esos pronósticos obsesivos. Contextos tecnológicos no me faltan –tampoco conexión multicanal a Internet- para apostar por su muerte.
Me declaro digital o, al menos, un buen migrante del mundo análogo y ordinario hacia la gran telaraña de la comunicación mundial. Ando artillado con Ipad, blackberry, la seductora MacBook Air y, como respaldo, en el calor del hogar siempre me aguarda la otra Mac de escritorio, portentosa y sexy.
Aun así, cotidianamente me levanto como un robot programado, transito el pasillo despojándome de los vestigios del sueño y lanzando bostezos, abro la puerta y los recojo calientitos. Ellos me reciben con su olor a tinta y su sonrisa trasnochada.
Nicco, esa pequeña bestia peluda que va tras mis huellas, es testigo del ritual cuando les quito el uniforme plástico, los organizo en orden de importancia, enciendo el ordenador y empiezo a leer las versiones digitales, mientras paralelamente voy pasando sus páginas forjadas en la rotativa.
Los periódicos impresos ofrecen una jerarquización de las noticias, una dimensión del título, una geografía informativa, un rejuego gráfico que comunica, condiciona e impacta de una manera muy diferente a los digitales. He desarrollado la manía de verlos juntos como si necesitara confirmar el discurso del espacio virtual con el de la realidad asible que es una hoja de papel.
El mundo de la información digital avanza indetenible. Acarrea cambios inevitables, pero confieso que en estos tres días sin periódicos impresos el café no supo igual y sentí una extraña orfandad, una insoportable levedad.
Víctor Bautista
Twitter: @viktorbautista
