El poder que se aplaude solo

La memoria histórica de corrupción y promesas incumplidas influye en la recepción de mensajes oficiales actuales.

Santo Domingo.– En contextos de polarización política y malestar social, la comunicación pública deja de ser un ejercicio informativo para convertirse en un terreno inestable, casi minado. Cada dato, cada cifra y cada adjetivo ya no se procesan por su contenido técnico, sino por el lugar emocional desde el cual el ciudadano observa al Estado. Y ese lugar, hoy, está marcado por la desconfianza, el cansancio acumulado y una brecha cada vez más evidente entre los relatos oficiales y la experiencia cotidiana.

Impacto de la polarización en la comunicación pública

No se trata de que el gobierno esté haciendo las cosas mal. El problema es comunicarlas como si el país estuviera en calma, como si el entorno social no atravesara por tensiones económicas, frustraciones silenciosas y una sensación difusa —pero persistente— de estancamiento. Esa desconexión no es menor; es un error estratégico.

Durante años, la narrativa institucional se ha sostenido sobre una premisa que parecía incuestionable: si una entidad pública mejora sus indicadores, la ciudadanía lo reconocerá. Ese supuesto ya no opera. En un contexto donde el costo de la vida aprieta, el salario rinde menos y la percepción de progreso es frágil, los buenos números no generan tranquilidad; disparan sospecha.

El ciudadano ya no se cuestiona si los datos son reales. Se pregunta para quién lo son.

Cuando el bolsillo no acompaña, el éxito institucional deja de percibirse como una buena noticia y pasa a leerse como una señal de desconexión. El problema no es el logro en sí, sino la distancia entre el éxito proclamado y la vida real de la gente.

Uno de los síntomas más claros de esta brecha es el uso reiterado de superlativos. Todo es “histórico”, “récord”, “lo mejor de la historia”. El lenguaje, sometido a esta inflación constante, pierde valor simbólico.

Cuando todo es extraordinario, nada lo es. El adjetivo deja de explicar y comienza a generar ruido.

En tiempos de polarización, el exceso de entusiasmo no transmite seguridad; inyecta ansiedad. El mensaje deja de parecer un informe y empieza a sonar como un esfuerzo insistente por convencer. Cuando una institución celebra demasiado, el público no se contagia del entusiasmo; se pregunta por qué hay que repetirlo tanto.

El funcionario como mensaje

Otro error recurrente es la personalización excesiva de los logros. Cuando el funcionario aparece de manera sistemática como rostro, voz y símbolo del resultado, la gestión deja de percibirse como institucional y comienza a leerse como autopromoción. En escenarios de estabilidad, este recurso puede fortalecer liderazgos. En coyunturas polarizadas, los expone prematuramente.

El efecto es predecible. El debate se desplaza de la gestión al individuo. El funcionario deja de ser evaluado por lo que hace y empieza a ser juzgado por lo que representa. El logro deja de discutirse en términos técnicos y se traslada al terreno moral o político. La institución se diluye y el desgaste se concentra en una sola figura.

Las conversaciones digitales —analizadas recientemente de forma masiva por quien suscribe— muestran un patrón claro: la ciudadanía solo valida aquello que logra conectar con su realidad inmediata.

No basta con informar que algo funciona. Hay que explicar por qué debería importarle a quien no percibe ningún alivio concreto en su día a día.

Cuando la comunicación se queda en cifras y porcentajes, sin cruzar el puente hacia el impacto socialprecio, acceso, estabilidad, previsibilidad— el mensaje queda suspendido en un plano abstracto que la mayoría ya no habita. Y lo abstracto, en contextos de malestar, no persuade; irrita.

A esto se suma un factor determinante: toda comunicación institucional hoy arrastra una carga histórica. La memoria de escándalos de corrupción, de ahora y de antes, promesas incumplidas y relatos que no resistieron el paso del tiempo.

Aunque el funcionario actual no haya sido responsable de esos episodios, el ciudadano los trae consigo. Ignorar esa memoria es uno de los errores más costosos en comunicación pública.

Celebrar sin reconocer ese contexto suele interpretarse como arrogancia o insensibilidad. No basta con mirar hacia adelante; es necesario demostrar que se entiende por qué una parte importante de la sociedad mira hacia atrás con recelo.

Ante la crítica, la reacción instintiva del funcionario suele ser responder, aclarar con dureza o confrontar lo que percibe como desinformación. Esa respuesta casi siempre agrava el problema.

El camino más eficaz es menos vistoso, pero más sólido: pedagogía serena, impersonal y sostenida en el tiempo.

Explicar sin señalar, aclarar sin polemizar, informar sin personalizar el conflicto. No para convencer a los críticos más duros, sino para no perder a la mayoría silenciosa que observa, evalúa y termina definiendo el clima de opinión.

Menos ruido, más autoridad

Hay una lección que muchos funcionarios aún se resisten a aceptar: en tiempos de polarización, la autoridad no se construye con presencia constante, sino con sobriedad. El silencio estratégico, la moderación discursiva y la renuncia al aplauso inmediato no debilitan la gestión; la protegen. La sobreexposición, en cambio, acelera el desgaste, reduce el margen de maniobra y convierte cada logro en un nuevo frente de batalla.

La comunicación pública no fracasa hoy por falta de logros, sino por exceso de celebración mal encuadrada. No se trata de callar, sino de aprender a comunicar desde la realidad del otro, no desde la necesidad interna de validación.

En tiempos de polarización, la credibilidad no nace del aplauso que el poder se concede, sino del silencio con el que demuestra que comprende el descontento.


    El Estado que celebra sin matices, en un país que no siente alivio, no está comunicando resultados; está hablando solo. Y cuando la comunicación pública se convierte en un monólogo autocelebratorio, deja de ser un puente con la ciudadanía para transformarse en un espejo donde el poder solo se mira a sí mismo.