El colapso de dictaduras latinoamericanas en los ochenta fue resultado de presión política y moral coordinada a nivel global.
Santo Domingo.– Los jóvenes que hoy comienzan a destacarse en la vida política suelen hablar de democracia, derechos humanos y libertades como si se tratara de realidades naturales, casi automáticas.
No lo son. Quienes no vivieron regímenes represivos difícilmente pueden imaginar lo que significan el miedo cotidiano, la censura, la prisión arbitraria, la tortura o el exilio como instrumentos normales del poder.
Las libertades de las que hoy se disfruta en buena parte del mundo occidental y latinoamericano no surgieron espontáneamente: son el resultado de un proceso histórico preciso, identificable en el tiempo, que comienza a consolidarse a partir de 1977.
Ese año marca un punto de inflexión global con la llegada a la presidencia de los Estados Unidos de Jimmy Carter y, poco después, con la elección como Papa de Juan Pablo II.
Desde esferas distintas —el poder político y el poder moral— ambos convergieron en una estrategia histórica inédita: colocar la defensa de los derechos humanos y de la dignidad de la persona en el centro de la política internacional.
Antes de ese momento, el mundo había tolerado, justificado o relativizado la existencia de dictaduras, ya fuera en nombre del orden, de la estabilidad, de la lucha anticomunista o de la revolución socialista.
La historia de las dictaduras latinoamericanas no puede ni debe analizarse como un bloque homogéneo. Sus formas, métodos y niveles de violencia variaron de manera sustancial según la época, el contexto social y los desafíos políticos que enfrentaron.
Desde finales del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX, América Latina transitó desde dictaduras de orden y estabilización hacia regímenes de represión ideológica y, en algunos casos, de terror sistemático.
El punto de partida lo representan Porfirio Díaz en México y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Ambos encarnaron el modelo del caudillo modernizador que impuso estabilidad tras décadas de guerras civiles, fragmentación territorial y colapso institucional.
Su legitimidad no surgía de elecciones libres, sino de la restauración del orden. La represión existió, pero fue fundamentalmente selectiva: opositores políticos, líderes regionales rebeldes, movimientos campesinos o indígenas considerados amenazas.
Un modelo similar, aunque más prolongado en el tiempo, se desarrolló en Nicaragua con la dinastía de Anastasio Somoza García y sus hijos.
El somocismo fue una dictadura familiar sostenida por el control absoluto de la Guardia Nacional y por un respaldo externo funcional a la estabilidad regional.
En Centroamérica, Maximiliano Hernández Martínez, conocido como el responsable de La Matanza de 1932, marca un antecedente temprano de represión masiva, con decenas de miles de campesinos asesinados. Décadas después, el conflicto salvadoreño derivó en regímenes militares represivos, donde el Estado respondió a la insurgencia con violencia selectiva y, en ocasiones, masiva, en un contexto de guerra civil.
En Sudamérica, las dictaduras militares del Cono Sur y países andinos consolidaron el modelo del Estado represivo moderno.
En Brasil (1964–1985), el régimen militar instauró censura, persecución y tortura sistemática, aunque sin una política de exterminio masivo.
En Uruguay, el gobierno de Juan María Bordaberry y la posterior tutela militar transformaron al país en una dictadura de encarcelamiento masivo, con una de las tasas más altas de presos políticos por habitante, pero con un número relativamente bajo de muertos.
En Bolivia, Hugo Banzer gobernó mediante una represión selectiva contra sindicatos, campesinos y partidos de izquierda.
El caso argentino y chileno marca el punto extremo del Estado del terror burocratizado. Regímenes como el de Jorge Rafael Videla y Augusto Pinochet institucionalizaron la desaparición forzada, los centros clandestinos y la tortura como políticas públicas.
Fueron dictaduras relativamente breves, pero de una intensidad represiva sin precedentes, diseñadas para erradicar ideologías consideradas enemigas.
En el Caribe, Fulgencio Batista representa el eslabón final de las dictaduras pre-revolucionarias. Su segundo gobierno combinó autoritarismo, represión policial, corrupción y violencia contra la insurgencia. Hubo ejecuciones y torturas, pero no un aparato de terror total.
La caída de Batista fue menos resultado de su letalidad que de la pérdida de legitimidad interna y del colapso del régimen frente a la guerrilla.
Un segundo modelo aparece con Rafael Trujillo, quien llevó el personalismo autoritario a su máxima expresión. El Estado se confundió con el dictador. Sin embargo, a diferencia de otras dictaduras posteriores, el régimen trujillista no practicó la matanza indiscriminada de dominicanos. El asesinato fue selectivo, dirigido contra conspiradores reales o potenciales, figuras simbólicas de oposición y amenazas al poder personal. La sociedad fue disciplinada mediante el miedo ejemplarizante, no diezmada. La excepción fue la masacre de haitianos de 1937, un episodio fronterizo y racial que, siendo gravísimo, no definió el patrón general de represión interna. Trujillo gobernó como un monarca armado, no como un Estado ideológico.
En Venezuela, Marcos Pérez Jiménez representó una dictadura militar desarrollista. Su régimen combinó modernización acelerada, grandes obras públicas y represión selectiva contra partidos y opositores. La violencia existió, pero fue controlada y limitada; la dictadura cayó más por aislamiento político y rechazo social que por una guerra interna.
La segunda mitad del siglo XX introduce un giro decisivo: la ideologización de la represión. Con Fidel Castro, la dictadura se integra a un proyecto revolucionario.
En Cuba hubo ejecuciones, cárceles políticas y un exilio masivo, especialmente en los primeros años. No se trató de una política de exterminio indiscriminado, sino de la eliminación del pluralismo y del control prolongado de la sociedad. La violencia inicial dio paso a un sistema de vigilancia permanente. Es una dictadura excepcional por su duración, no por la magnitud absoluta de muertos.
El caso haitiano, desde 1957 con François Duvalier, constituye una anomalía extrema: terror puro, sin Estado institucional sólido, sin modernización ni ideología coherente, basado en el asesinato arbitrario y la sumisión cotidiana mediante el miedo. Su Hijo Baby Doc lo sustituye en 1971 hasta 1986.
Es en este contexto histórico cuando la acción convergente de Jimmy Carter y Juan Pablo II adquiere su verdadero significado.
Carter rompió con la tradición estadounidense de apoyar dictaduras “amigas” en nombre del anticomunismo, condicionando la ayuda y la legitimidad internacional al respeto de los derechos humanos.
Juan Pablo II, desde el Vaticano, deslegitimó moralmente tanto a las dictaduras militares latinoamericanas como a los regímenes comunistas europeos, afirmando sin ambigüedades que no puede haber justicia sin libertad ni dignidad humana sin derechos fundamentales.
El resultado fue un doble colapso histórico: el progresivo derrumbe de las dictaduras latinoamericanas en los años ochenta y la implosión del comunismo europeo entre 1989 y 1991.
No fue una casualidad ni un accidente: fue el fruto de una presión política y moral coordinada, ejercida desde el poder y desde la conciencia.
En conclusión, las dictaduras latinoamericanas deben analizarse según su contexto y su método. Confundirlas conduce a errores históricos; distinguirlas permite comprender con precisión la compleja trayectoria política de América Latina y valorar, en su justa dimensión, el papel decisivo que desempeñaron Jimmy Carter y Juan Pablo II en el cierre de uno de los ciclos más oscuros del siglo XX.