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Alcance de la inmunidad legislativa

La norma establece una regla y una excepción: ningún legislador puede ser penalmente enjuiciado sino al finalizar el período congresual para el cual fue electo, salvo desafuero, en cuyo caso quedaría también a disposición de la justicia

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No fue la Constitución de 1844, sino la revisión del 25 de febrero de 1854 la que en su art. 66 consagró primigeniamente y de manera robusta la inmunidad legislativa: “Los miembros de ambas Cámaras son absolutamente irresponsables por las opiniones y votos que emitan dentro de las Cámaras; en el ejercicio de sus funciones gozan de inmunidad en sus personas, durante las sesiones, mientras van a ellas y vuelven a sus domicilios, cuyos términos serán de quince días. En ningún caso podrán ser arrestados ni procesados durante su diputación, salvo ser hallado en flagrante delito, sin permiso de su respectivo cuerpo; y de serlo, no se procederá a juicio sin previa autorización de su respectiva Cámara”.

 

Como se aprecia, a mediados del siglo antepasado ya se impedía juzgar a un legislador sin que antes el órgano congresual del que formase parte lo desaforase, esto es, que dispusiese el levantamiento de la protección de que gozaba. No mucho tiempo después, el art. 54 de la reforma liberal de 1858, conocida como la Constitución de Moca, atenuó el alcance de la indemnidad: “Los miembros de ambas Cámaras son irresponsables en cuanto a las opiniones que emitan en el ejercicio de sus funciones, desde el momento de su instalación; y no podrán ser reconvenidos ni procesados, en ningún tiempo por ellas: gozan además, sus personas, de perfecta inmunidad durante las sesiones, desde que salen de su domicilio para ir a ellas, hasta que regresan a él, excepto por crímenes de traición, hechos de vergonzosa moralidad, por escándalo público, o ser sorprendidos en flagrante delito”.

 

La reforma del 14 de noviembre de 1865 operó un nuevo viraje, pues además de la inmunidad de opinión, su art. 48 dispuso la imposibilidad del arresto, aunque permitió que se les juzgara hasta su conclusión en tanto no afectase la libertad ambulatoria del legislador: “Cuando un Senador o Diputado cometiere un delito que merezca pena corporal, seguirá el juez la averiguación sumaria, no pudiendo proceder a la detención o arresto del culpable sino después que cese la inmunidad”. Para comprender esta norma sería necesario explicar que el sistema penal vigente a la sazón era el inquisitivo, conforme al cual la indagatoria estaba a cargo del juez de instrucción, sistema que fue desplazado con la entrada en vigor del Código Procesal Penal, texto este que además de instituir el principio acusatorio adversarial, despojó al juez de la instrucción –como pasó entonces a llamarse- de la facultad de encaminar actuaciones sumariales.

 

Con la revisión constitucional de 1872 volvimos atrás, consagrando nuevamente su art. 25 la dispensa del encausamiento: “… En ningún caso podrán ser arrestados ni procesados durante su diputación (a no ser hallados en flagrante delito), sin permiso del cuerpo senatorial, y en este caso no se procederá a la formación de causa sin la previa autorización”. La del 1907 insistió en esa enérgica protección, previendo su art. 22 que “Los miembros del Congreso son irresponsables por las opiniones que manifiesten en el ejercicio de sus funciones, sin que jamás puedan ser, por ellas, procesados ni molestados. Tampoco pueden ser perseguidos si el Congreso no autoriza previamente la formación de causa”.

 

Al año siguiente se reformó nueva vez el texto fundamental, permitiendo implícitamente su art. 31 que fuesen acusados y juzgados: “Respecto a las infracciones de derecho común que puedan cometer, no podrán ser detenidos ni presos durante las sesiones sino con la autorización de la Cámara a que pertenezcan, salvo caso de flagrante delito. Cuando estuvieren ya presos, la misma Cámara podrá exigir, si 1o cree conveniente, la excarcelación por el tiempo que duren las sesiones de esa legislatura”. El art. 33 de la Constitución de 1961 ofreció una versión todavía más limitada, la cual mantendrían incólume los arts. 109 y 32 de las reformas constitucionales de 1963 y 1966, respectivamente:

 

“Ningún Senador o Diputado podría ser privado de su libertad durante la legislatura sin la autorización de la Cámara a que pertenezca, salvo el caso de que sea aprehendido en el momento de la comisión de un crimen. En todos los casos, el Senado o la Cámara de Diputados, o si estas no están en sesión o no constituyen quórum, cualquier miembro podrá exigir que sea puesto en libertad por el tiempo que dure 1a legislatura o una parte de ella, cualquiera de sus miembros que hubiere sido detenido, arrestado, preso o privado en cualquiera otra forma de su libertad. A este efecto se hará un requerimiento por el Presidente del Senado o el de la Cámara de Diputados o por el Senador o el Diputado, según el caso, al Procurador General de la República; y si fuere necesario, dará la orden de libertad directamente, para 1o cual podrá requerir y deberá serle prestado, por todo depositario de la fuerza pública, el apoyo de esta”.

 

Esa ha sido, a muy grandes rasgos, la evolución de la inmunidad parlamentaria, hasta que con el notable influjo de las previsiones constitucionales españolas, se proclamó la Carta Sustantiva del 2010, cuyo art. 86 prevé, mutatis mutandis, la protección de las cinco últimas reformas constitucionales. Ahora bien, en su art. 87 se hizo una añadidura que merece la pena estudiarla. Veamos:

 

“Alcance y límites de la inmunidad. La inmunidad parlamentaria consagrada en el artículo anterior no constituye un privilegio personal del legislador, sino una prerrogativa de la cámara a que pertenece y no impide que al cesar el mandato congresual puedan impulsarse las acciones que procedan en derecho. Cuando la cámara recibiere una solicitud de autoridad judicial competente, con el fin de que le fuere retirada la protección a uno de sus miembros, procederá de conformidad con lo establecido en su reglamento interno y decidirá al efecto en un plazo máximo de dos meses desde la remisión del requerimiento”.

 

La norma establece una regla y una excepción: ningún legislador puede ser penalmente enjuiciado sino al finalizar el período congresual para el cual fue electo, salvo desafuero, en cuyo caso quedaría también a disposición de la justicia. Su contenido es parecido al art. 70 de la Constitución argentina: “Cuando se forme querella por escrito ante las justicias ordinarias contra cualquier senador o diputado, examinado el mérito del sumario en juicio público, podrá cada cámara, con dos tercios de votos, suspender en sus funciones al acusado y ponerlo a disposición del juez competente para su juzgamiento”.

 

En Ecuador, puede iniciarse la instrucción o indagatoria, pero los jueces están imposibilitados de procesarlo sin que antes se le retire la protección constitucional de que gozan. Rafael Oyarte lo explica así: “… para que proceda el enjuiciamiento penal de un asambleísta, debe lograrse la autorización de la Legislatura… que califica los hechos y analiza si existen méritos suficientes para enjuiciarlo”. Si se deniega el suplicatorio, el órgano acusador tendría que esperar a que concluya su período como legislador. Sigamos ahora hacia Chile, cuyo texto supremo contempla en su art. 61, incisos 2, 3 y 4, el fuero parlamentario, o lo que es lo mismo, la inmunidad a favor del legislador a ser penalmente imputado o privado de su libertad “mientras el Tribunal de Alzada de la jurisdicción respectiva, en pleno, no autorice previamente la acusación declarando haber lugar a formación de causa”, como expone el tratadista Hernán Molina Guaita.

 

Antes de cruzar el Océano Atlántico, cabe señalar que en El Salvador, Panamá, Guatemala, Perú, Bolivia, Paraguay y Uruguay, ningún legislador puede ser penalmente procesado sin que antes el Congreso lo autorice mediante mayoría calificada. Descartando la hipótesis de la flagrancia, las cámaras legislativas –excepto en el caso de Chile- son soberanas para analizar el mérito del sumario elevado a su consideración y allanar la competencia judicial para juzgar penalmente al legislador. Vayamos ahora a España, cuyo art. 71.2 constitucional dispone igualmente que “Durante el período de su mandato, los diputados y senadores gozarán asimismo de inmunidad y solo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. No podrán ser inculpados ni procesados sin previa autorización de la cámara respectiva”.

 

En el tomo II del Manual de Derecho Constitucional que coordinó Francisco Balaguer Callejón, se explica que “El elemento más significativo de la inmunidad es el suplicatorio como manifestación formal de la petición de autorización a la Cámara para que pueda procederse penalmente contra uno de sus integrantes”. Del mismo parecer son Francisco Rubio Llorente y Ramón Punset en sus respectivas obras “La forma del poder” y “Estudios parlamentarios”. ¿Es también así en República Dominicana? En un artículo publicado el pasado miércoles 29, el reputado jurista Cristóbal Rodríguez se inclinó por la negativa, dándole un sentido relativo a la indemnidad de los arts. 86 y 87.

 

Adujo que la interpretación de esta última disposición no puede “ir contra el sentido y la razón de ser de las propias previsiones” sustantivas, y que el art. 154.1 del mismo texto, al consagrar la jurisdicción privilegiada, no la condiciona “a autorización alguna de las cámaras legislativas”. El autor de este trabajo, sin dejar de reconocer que el tema provoca ciertas dificultades, opina distinto, pues de la literalidad de la coletilla “… y no impide que al cesar el mandato congresual puedan impulsarse las acciones que procedan en derecho”, se infiere claramente una dispensa de encausamiento penal, porque las de naturaleza civil, comercial y laboral, al no conllevar riesgos contra la libertad de tránsito, están fuera del alcance de la cláusula comentada.

 

El privilegio de jurisdicción de que gozan los legisladores no es sustento suficiente para socorrer la posición del amigo Cristóbal. Por supuesto que la Suprema Corte de Justicia es el órgano judicial facultado para instruir las causas penales que se les sigan, pero salvo que no fragmentemos el art. 87, esa competencia de atribución se activa a partir de la concesión del suplicatorio, tal como sostiene Enrique Álvarez Conde: “… ha de existir una previa autorización de la cámara respectiva… cuya decisión se convierte en el requisito decisivo para el procesamiento del parlamentario”.

 

No se me escapa que la inmunidad es un derecho de los órganos congresuales, pero aun no siendo personal, tal como explica el Tribunal Constitucional español en su Sentencia 243/88, deviene en un derecho reflejo que incide “… de forma negativa en el ámbito del derecho a la tutela judicial, bien impidiendo la apertura de cualquier proceso o bien sometiendo a este al requisito de la autorización de la cámara”. Más todavía, si concordamos en que la inmunidad fue consagrada para evitar que la acción penal se utilice para perturbar el normal funcionamiento de las cámaras legislativas, tendríamos irremediablemente que concluir que la posibilidad de procesamiento de sus miembros sin que antes sean desaforados, pudiera arruinar la finalidad misma de la prerrogativa parlamentaria que me ha movido a escribir.

 

¿Por qué? Pues porque siendo obligatoria la presencia del imputado en la audiencia preliminar y de fondo, se corre el riesgo de que se altere la composición de las herraduras del Centro de los Héroes los días en que uno, varios o muchos de sus miembros comparezcan al proceso. El art. 154.1 no puede concebirse como un átomo desprovisto de interrelación; el principio de eficacia integradora, también llamado de interpretación armónica, repudiaría su aplicación aislada, acaso como si fuera una unidad de sentido autárquica. Consecuentemente, lo procedente es correlacionarlo con el art. 87, y es ahí donde radica el yerro del amigo Cristóbal, en razón de que fijó posición a partir del cerco que le levantó al art. 154.1, o si se prefiere, de su ponderación aislada y solitaria, cuando lo correcto es hacerlo desde una lógica hermenéutica holística y sistemática.

 

Con sobrado acierto, en el tomo II de la obra Comentarios a la Constitución de República Dominicana que dirigieron los doctrinarios españoles Pedro González-Trevijano y Enrique Arnaldo Alcubilla, se le da un pistolazo al tema: “En caso de que se inste por la autoridad judicial competente a la retirada de la inmunidad parlamentaria de un congresista, la cámara correspondiente deberá resolver sobre dicha autorización en un plazo máximo de dos meses… como declara el art. 87… La autoridad judicial deberá remitir el oportuno suplicatorio solicitando la autorización a la cámara para proceder contra un parlamentario, sin que el procedimiento pueda continuar haya que no se haya recibido dicha autorización”. Me niego a terminar sin antes cederle la palabra a nada menos que a Milton Ray Guevara, quien al analizar el art. 87 en la Constitución Comentada de FINJUS coligió exactamente lo mismo: “Parece establecerse en este artículo una especie de protección general del legislador durante la vigencia de su mandato… esa protección general puede ser levantada mediante una solicitud de autoridad judicial competente de retiro de inmunidad…”.

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