El caso involucra miles de millones de pesos distribuidos mediante contratos falsos y empresas fachada en Senasa.
El escándalo de corrupción en el Senasa es indignante por partida doble. Primero, porque según lo expuesto por el Ministerio Público, se trata de un esquema en el que se reparten miles de millones de pesos mediante contratos amañados, facturación ficticia y empresas de fachada.
Se pagan sobornos millonarios, se delatan selectivamente y, como resultado, muchos conservan fortunas obscenas, burlándose tanto de la justicia como de la ciudadanía que financió ese saqueo.
Segundo, porque resulta profundamente cínico alegar que fueron obligados o extorsionados a pagar sobornos. Nadie obliga a corromperse. Corromperse es una decisión consciente, tomada para mantener y multiplicar contratos jugosos que enriquecen los bolsillos de quienes hoy se presentan como víctimas.
Ese argumento no demuestra inocencia; revela cobardía moral, complicidad activa y la normalización de un sistema podrido en el que todos ganan, menos el país. Aquí no hubo héroes forzados por las circunstancias. Hubo beneficiarios dispuestos a pagar para seguir cobrando y un engranaje corrupto que funcionó porque demasiados decidieron mirar hacia otro lado mientras el dinero público se drenaba sin consecuencias reales ni castigos ejemplares.
La pregunta es inevitable: ¿qué mensaje estamos enviando a nuestros hijos, a nuestros nietos, a los funcionarios y empresarios de hoy o de mañana que enfrenten la misma tentación? El mensaje parece muy simple: reparte sobornos, hazte millonario y, si te descubren, di que te extorsionaron, que fuiste obligado, que eres una víctima del sistema, y luego vete tranquilamente a tu casa.
Eso no es solo un fracaso judicial; es un fracaso moral como sociedad y una traición a las personas más vulnerables, muchas de las cuales tal vez pagaron con la muerte.