El Ejecutivo estadounidense amplió sus poderes, generando debates legales y tensiones institucionales en seguridad y comercio.
Santo Domingo.– Diez años en la historia de una democracia pueden parecer un suspiro; en Estados Unidos, de 2016 a 2026 han sido una época de aceleración.
No se trata solo de una alternancia de partidos. Se trata de una mutación en la forma de ejercer el poder, de construir legitimidad y de comprender el conflicto interno como parte del juego —o como guerra cultural permanente. La década Trump–Biden–Trump no es un simple péndulo: es una prueba de resistencia institucional cuyo resultado todavía no está fijado.
El año 2016 no inauguró el malestar estadounidense, pero lo convirtió en sistema.
La candidatura de Donald Trump hizo del discurso anti-élite, del nacionalismo económico y de la confrontación mediática una forma legítima de movilización.
Joe Biden, electo en 2020, intentó representar lo contrario: el retorno de la moderación, la reparación del Estado y el reencuentro nacional. Pero el fenómeno profundo —polarización, erosión de confianza, fatiga económica, crisis migratoria y guerra de narrativas— no se disipó. Al contrario: se volvió el terreno sobre el que se decidió la elección de 2024 y el inicio del segundo mandato de Trump el 20 de enero de 2025.
Trump entró en la escena nacional como síntoma y como acelerador. Síntoma, porque amplificó resentimientos acumulados en franjas sociales golpeadas por la desindustrialización y por la percepción de que el globalismo beneficia a las costas y castiga al interior. Acelerador, porque convirtió ese malestar en un estilo: gobernar como campaña permanente, debilitar a los árbitros —prensa, burocracia, expertos— y medir el éxito por la capacidad de dominar la agenda.
La innovación política de 2016 fue pedagógica: enseñó que la agresividad retórica puede ser una estrategia estable, no un exceso pasajero.
Ese estilo alteró la gramática institucional. El debate público pasó de la persuasión a la demolición: el rival no es adversario, sino amenaza existencial. En ese ambiente, cualquier tema susceptible de simbolizar identidad —frontera, raza, género, policía, banderas, religión— se volvió un detonador.
Esta lógica creó una ventaja competitiva para quien entiende la política como conflicto total: si cada ciclo electoral es ‘el último’, la moderación se percibe como debilidad.
La presidencia de Biden puede leerse como un experimento de restauración: reponer normas, reducir la temperatura, volver a una administración clásica y a una política exterior de alianzas. Sin embargo, la restauración tuvo un talón de Aquiles: la frontera.
El propio historial del gobierno de Biden muestra un desplazamiento desde una promesa inicial de compasión y contención de deportaciones hacia un enfoque progresivamente más restrictivo, impulsado por la presión política y por flujos migratorios en aumento. Un episodio emblemático fue la orden ejecutiva de 2024 destinada a limitar el asilo cuando los cruces superaran ciertos umbrales, reflejando el giro hacia la contención y el lenguaje de ‘asegurar’ la frontera.
Este giro no resolvió el problema estructural. La migración se convirtió en arma de campaña tanto para republicanos como para demócratas, y en campo de batalla federal–estatal, como ilustró la disputa con Texas en 2024 por el control efectivo de tramos fronterizos.
Aunque Biden buscó vías legales y programas de gestión, la percepción pública quedó marcada por la imagen de desorden.
En política, la percepción es a menudo realidad: la frontera terminó siendo el flanco por el cual se deslegitimó la promesa central de ‘competencia’ y ‘orden’.
El primer año del segundo mandato de Trump no fue una reedición exacta de 2017–2021: fue un salto cualitativo. La diferencia está en el contexto y en la preparación. Contexto: la sociedad llega más polarizada y el sistema de incentivos mediáticos recompensa la confrontación. Preparación: la nueva administración retorna con un conocimiento íntimo de las palancas burocráticas y con una agenda explícita de centralizar poder.
En migración, el gobierno ha mostrado eficacia táctica: la caída pronunciada de encuentros en la frontera suroeste ha sido destacada por comunicados oficiales de CBP, que describen 2025 como un período de descensos históricos en cruces y encuentros, con cifras acumuladas significativamente menores desde enero hasta noviembre.
Este marco ha sido reforzado por DHS, que también presenta 2025 como un punto de inflexión estadístico en el inicio del año fiscal 2026. A la vez, el énfasis se ha desplazado de la gestión hacia la disuasión total, con restricciones al asilo y ampliación de capacidades de detención y remoción.
Pero la eficacia táctica abre otra pregunta: ¿a qué costo institucional y humano se sostiene? La propia narrativa gubernamental combina deportaciones con ‘autodeportaciones’, y en octubre de 2025 DHS afirmó haber removido a más de 527.000 personas por deportación en 2025, además de reportar millones que habrían salido voluntariamente.
En paralelo, análisis periodísticos señalan un incremento de arrestos ‘en la calle’ y en espacios cotidianos como técnica de control. La administración logra una señal contundente: el Estado puede imponer miedo y certeza. El problema es que el miedo, cuando se institucionaliza, se convierte en forma de gobernabilidad.
En comercio, el segundo mandato de Trump ha reactivado el arancel como instrumento central, no solo para negociar, sino para reestructurar la economía política del país.
La evidencia de 2025 muestra un aumento inusualmente alto de la carga arancelaria efectiva: estimaciones del Budget Lab de Yale indican que los consumidores enfrentaron en 2025 una tasa arancelaria efectiva promedio en torno al 18%, la más alta desde 1934 en sus cálculos. La misma institución advierte que, aun con sustitución de consumo, el nivel se mantiene como máximo histórico en casi un siglo.
La apuesta es clara: reindustrializar y disciplinar a socios. Pero el costo también lo es: precios más altos, incertidumbre empresarial y tensiones con aliados.
Además, el debate legal en torno a la autoridad del Ejecutivo para imponer aranceles bajo poderes de emergencia ha escalado a la Corte Suprema. Coberturas especializadas y medios generalistas han descrito escepticismo judicial ante la idea de que estatutos como IEEPA habiliten aranceles amplios, cuestión que —si se limita— puede redibujar la caja de herramientas del poder presidencial en materia económica.
Un fallo adverso, según reportes recientes, podría obligar a la Casa Blanca a buscar vías alternativas como otras secciones legales comerciales, reduciendo la flexibilidad política que hoy caracteriza su estrategia.
El rasgo más decisivo de la década es la expansión del Ejecutivo —no solo por Trump, también por la normalización previa—, pero con Trump como catalizador extremo.
En 2025, el debate sobre el uso de poderes de emergencia para aranceles y la controversia por el despliegue de fuerzas en ciudades muestran un patrón: reinterpretar el marco legal para convertir lo excepcional en cotidiano.
La Corte Suprema, por ejemplo, ha mantenido bloqueado —por ahora— el intento de desplegar Guardia Nacional en el área de Chicago, según reportes de agencias como Associated Press, subrayando que la línea entre seguridad y abuso no está cerrada.
En la práctica, la presidencia contemporánea se mueve en una zona gris. El Congreso legisla menos y polariza más; los tribunales se convierten en campo de batalla; el Ejecutivo actúa, y luego negocia su legitimidad a golpe de litigios.
La ‘guerra contra las drogas’ reaparece como teatro donde convergen migración, seguridad y política exterior. En diciembre de 2025, Reuters informó que Trump mencionó una acción estadounidense contra una instalación de carga de lanchas de droga en Venezuela, en el marco de una presión intensificada sobre el régimen de Maduro.
Más allá de la verificación puntual, el episodio ilustra un cambio de tono: el Ejecutivo vincula narcotráfico, terrorismo y conflicto armado para ampliar margen de maniobra.
En el Caribe, esa lógica tiene un eco directo: si Washington redefine unilateralmente el umbral para el uso de fuerza, las pequeñas naciones se convierten en escenario y en variable de su política doméstica.
Para República Dominicana y el Caribe insular, el dilema no es retórico. Una política estadounidense de interdicción agresiva puede aumentar riesgos de incidentes marítimos, presiones diplomáticas y demandas de cooperación operativa.
La región necesita claridad: cooperación sí, pero bajo reglas verificables, respeto a la jurisdicción y objetivos compartidos. De lo contrario, el Caribe pasa de aliado a corredor militarizado, y eso siempre termina afectando turismo, inversión y estabilidad social.
Cuando un presidente normaliza aranceles como arma cotidiana, o despliegues internos como respuesta política, o la instrumentalización de agencias como herramienta de disciplina, el siguiente presidente —incluso si es de otro partido— hereda precedentes.
Así es como la democracia cambia sin necesidad de un golpe clásico: por acumulación de excepciones.
Biden intentó encarnar el retorno al centro, pero terminó empujado por el mismo campo gravitacional: presión por endurecer la frontera, responder a crisis globales y administrar una economía con inflación y desigualdad percibida.
Trump, en su segundo mandato, gobierna con la convicción de que el conflicto es combustible.
La pregunta para 2026 no es quién tiene razón en cada política, sino si el país puede seguir siendo una democracia funcional cuando la mitad sospecha que la otra mitad es ilegítima.
Diez años después, el balance provisional es doble.
Primero, Estados Unidos ha demostrado una enorme capacidad de sobrevivir a su propia turbulencia: elecciones competitivas, tribunales activos, prensa agresiva, sociedad civil movilizada.
Segundo, también ha mostrado que la supervivencia no equivale a salud: la confianza pública en instituciones y en la honestidad del adversario político sigue siendo el recurso más escaso.
En comercio, los aranceles y las renegociaciones constantes elevan costos; en migración, la externalización del control fronterizo recae sobre México y Centroamérica; en seguridad, la tentación de intervenciones ‘quirúrgicas’ se reaviva.
La región necesita prudencia estratégica: diversificar vínculos, fortalecer instituciones propias, y comprender que Washington ya no es un árbitro estable, sino un actor que puede cambiar de guion con cada elección.
En definitiva, la década 2016–2026 no define solo a Trump y Biden. Define una nueva época: la del Ejecutivo hiperactivo y la sociedad hiperdividida.