Religión y Política en Estados Unidos y el Mundo
China, Estados Unidos y el Vaticano muestran distintas formas de articular religión, poder político y capital.
Actualizado: 29 de Diciembre, 2025, 09:48 AM
Publicado: 30 de Diciembre, 2025, 09:44 AM
Víctor Grimaldi Céspedes.
Santo Domingo.– Cuando se observa con la necesaria distancia histórica la relación entre religión y poder en los Estados Unidos, el nombre de Woodrow Wilson surge casi de inmediato como referencia obligada.
Woodrow Wilson y su visión moral del Estado
Hijo de un pastor presbiteriano del sur, formado en una cultura teológica marcada por el rigor moral, la disciplina personal y la noción de vocación pública, Wilson llegó a la presidencia convencido de que el Estado no podía ser moralmente neutro.
En su visión, el poder político tenía una responsabilidad ética: corregir los excesos del mercado, limitar el poder de los monopolios y elevar la vida pública por encima del puro interés privado.
Su presidencia inauguró una etapa reformista real y duradera.
El impuesto federal sobre la renta, la creación de la Reserva Federal, la legislación antimonopolio y las primeras regulaciones laborales constituyeron una arquitectura institucional que todavía sostiene al sistema estadounidense.
Sin embargo, ese impulso moral tuvo límites bien definidos.
Wilson nunca cuestionó el dominio estructural del capital financiero ni alteró la lógica profunda del poder económico. Reformó el sistema para hacerlo viable, no para transformarlo en su raíz.
Este punto es esencial para comprender el papel histórico de la Iglesia presbiteriana y, en general, del protestantismo mainline en los Estados Unidos.
Su influencia ha sido profunda en la educación, la cultura política, la formación de élites y la elaboración de un lenguaje ético del poder. Pero rara vez ha sido un poder decisorio en sí mismo.
Ha funcionado más como conciencia moral del sistema que como su arquitecto. Incluso en su momento de mayor incidencia, durante la Era Progresista y el auge del Social Gospel, la religión actuó como legitimadora de reformas necesarias para la estabilidad del capitalismo industrial, no como una alternativa estructural al mismo.
La experiencia de Wilson ilustra con claridad esa paradoja. Su fe presbiteriana alimentó una visión elevada del Estado y de la política internacional —el idealismo wilsoniano, la Sociedad de Naciones, la retórica moral en las relaciones entre Estados—, pero no lo condujo a romper con el capital financiero ni con el expansionismo exterior.
Bajo su presidencia se consolidaron ocupaciones militares en el Caribe y Centroamérica, y se toleraron políticas de segregación racial dentro de la propia administración federal.
El lenguaje moral convivió sin mayor tensión con prácticas imperiales y con un sistema económico que, aun regulado, permaneció intacto en su esencia. La religión inspiró el tono; el capital fijó el perímetro de lo posible.
Contrastes internacionales en religión, poder y capital
El contraste con Europa resulta revelador. Allí, el catolicismo social, articulado desde finales del siglo XIX, produjo no solo un discurso moral sino también instituciones políticas duraderas. La doctrina social de la Iglesia dio origen a partidos demócrata-cristianos, a sindicatos confesionales y, tras la Segunda Guerra Mundial, a Estados de bienestar que limitaron de manera más efectiva la lógica del mercado.
Mientras en Estados Unidos la religión protestante legitimó el sistema capitalista y lo dotó de una narrativa moral, en Europa el catolicismo social buscó explícitamente contenerlo, humanizarlo y someterlo a criterios de justicia social. No se trata de una diferencia teológica abstracta, sino de trayectorias históricas e institucionales concretas.
La Santa Sede ha ocupado, en este escenario, una posición singular. Carece de poder económico directo y de capacidad coercitiva sobre los mercados, pero ejerce una influencia moral y diplomática de alcance global. Desde Rerum Novarum hasta los documentos contemporáneos, la Iglesia católica ha sostenido una crítica constante a la absolutización del mercado y a la reducción del ser humano a mero factor de producción.
Un ejemplo particularmente relevante —y poco estudiado— es la encíclica Caritas in Veritate, promulgada por Benedicto XVI en 2009, en el contexto inmediato de la gran crisis financiera global de 2008.
En ese documento se afirma con claridad que la economía necesita verdad, ética, solidaridad y responsabilidad social, y que el desarrollo no puede reducirse ni a la técnica ni al lucro. Sin embargo, esa crítica, por lúcida que sea, no se traduce en control de flujos financieros ni en capacidad de imponer reglas al capital global. Su fuerza reside en la palabra, en la conciencia moral y en la mediación diplomática, no en la palanca estructural de la economía mundial.
América Latina ofrece un laboratorio histórico distinto. En sociedades marcadas por Estados frágiles, desigualdades profundas y élites económicas estrechamente vinculadas al capital transnacional, la Iglesia —principalmente la católica, y más recientemente las iglesias evangélicas— ha tenido una visibilidad política mayor.
Ha actuado como mediadora en conflictos, como refugio social y, en momentos cruciales, como voz profética frente a dictaduras y exclusiones. La Teología de la Liberación representó el intento más audaz de articular fe, justicia social y transformación estructural.
Pero incluso en ese contexto, el poder económico —local y global— terminó condicionando los márgenes reales de la política. La Iglesia podía movilizar conciencias; el capital decidía inversiones, endeudamiento, bloqueos y sanciones.
El contraste más radical emerge al observar el modelo chino. En la China contemporánea, el Partido Comunista ha establecido como principio fundamental que ningún poder autónomo —ni religioso ni económico— escape al control político del Estado.
El capital es admitido, promovido y utilizado como instrumento de desarrollo, pero bajo supervisión permanente. A diferencia de Estados Unidos, donde el capital estructura el sistema y la religión lo legitima, en China el partido se reserva el papel de árbitro final de la economía y de la sociedad. Es, en muchos sentidos, el espejo invertido del modelo occidental.
De este recorrido comparado surge una conclusión incómoda pero difícil de refutar. Las religiones pueden influir en valores, discursos y comportamientos. Pueden humanizar, frenar excesos, dar sentido y cohesión social.
Pero el poder estructural, allí donde se decide el rumbo material de las sociedades, ha estado históricamente en manos del capital o del Estado que lo controla.
En los Estados Unidos contemporáneos, esta realidad se expresa con una claridad casi descarnada. La fe puede inspirar discursos, legitimar agendas y movilizar electorados, pero los límites efectivos de la política se fijan en otro lugar: en el financiamiento de las campañas, en la acción organizada de los lobbies corporativos y en la arquitectura jurídica que protege la primacía del capital.
Las decisiones de la Supreme Court of the United States, especialmente desde comienzos del siglo XXI, han consolidado la equivalencia entre dinero y libertad de expresión política, reforzando un sistema en el que el poder económico no solo influye, sino que estructura la democracia misma.
En ese contexto, la religión cumple una función ambigua. Por un lado, ofrece un lenguaje moral que permite a amplios sectores de la sociedad interpretar la política en términos de bien y mal, responsabilidad y redención.
Por otro, ese mismo lenguaje puede servir para revestir de legitimidad ética decisiones que responden a intereses económicos muy concretos. La teología inspira; el capital organiza; el derecho consagra. El resultado es un sistema donde la moral acompaña al poder, pero rara vez lo gobierna.
Woodrow Wilson lo intuyó desde dentro del sistema. Franklin D. Roosevelt lo comprendió con crudeza cuando se enfrentó al gran capital durante el New Deal, y aun así supo hasta dónde podía llegar.
El sistema estadounidense ha demostrado una extraordinaria capacidad para absorber impulsos morales, traducirlos en reformas parciales y, al mismo tiempo, preservar intacta la estructura profunda del poder económico. Esa es su fortaleza, pero también su límite histórico.
Por eso, más allá de las diferencias culturales y religiosas entre Estados Unidos, Europa, América Latina o China, la constante permanece.
Las religiones pueden orientar el sentido, humanizar el discurso y contener excesos. Pero el rumbo material de las sociedades lo decide el capital —o el Estado que logra disciplinarlo—, no la fe.
Confundir esa distinción ha sido una de las grandes ilusiones políticas de la modernidad.
En 2025, el contraste entre Estados Unidos, China y la Santa Sede permite observar con nitidez tres formas distintas —y reveladoras— de articular religión, poder y capital en el mundo contemporáneo.
En Estados Unidos, la religión sigue siendo culturalmente influyente y políticamente movilizadora, pero estructuralmente subordinada al poder del capital. Iglesias, líderes religiosos y discursos morales participan activamente en la arena pública, influyen en elecciones y legitiman agendas. Sin embargo, las decisiones estratégicas —desde la política económica hasta la regulación tecnológica y financiera— continúan determinadas por el dinero organizado, los grandes intereses corporativos y el marco jurídico que los protege. La fe acompaña al sistema; no lo gobierna.
En China, el esquema es radicalmente distinto. El Estado-partido se reserva el monopolio último del poder político, económico y simbólico. La religión es tolerada solo en la medida en que no constituya una autoridad autónoma, y el capital es utilizado como instrumento de desarrollo bajo estricta supervisión política. Aquí no es el mercado el que impone límites al poder, sino el poder el que define los límites del mercado. El resultado es un modelo eficaz para el control y la planificación, pero profundamente restrictivo en términos de libertad espiritual y pluralismo moral.
La Santa Sede, por su parte, ocupa un lugar singular. No controla mercados ni Estados, ni pretende hacerlo. Su fuerza reside en la palabra, en la diplomacia moral y en la elaboración de una crítica persistente a la absolutización del poder —sea económico o político—.
En un mundo dominado por la lógica del beneficio o por el control estatal, el Vaticano actúa como conciencia incómoda: recuerda que ni el mercado ni el Estado pueden erigirse en fines últimos sin degradar a la persona humana. Su influencia es real, pero indirecta; profunda, pero no estructural.
Estos tres modelos revelan una misma tensión de fondo.
Allí donde el capital domina sin contrapesos, la religión tiende a convertirse en legitimación ética.
Allí donde el Estado lo controla todo, la religión es subordinada o neutralizada. Y allí donde la religión conserva independencia moral, carece de poder material para imponer límites efectivos.
En 2025, la lección histórica permanece vigente: la religión puede orientar el sentido y advertir sobre los excesos, pero el rumbo material de las sociedades sigue decidiéndose en la relación —siempre conflictiva— entre capital y poder político.
Todo intento de ignorar esa realidad conduce, inevitablemente, a la confusión entre fe, retórica y poder real.


