He sido testigo hace un par de semanas de la algarabía con que una familia ha recibido una vez más de su pariente en Nueva York una caja con unas cuantas libras de arroz, un poco de aceite, algunos alimentos enlatados y dos o tres ropitas.
Ante la escena, sentí una secuencia de risa, rabia, vergüenza, impotencia y esperanza.
Risa, en principio, porque lo primero que aprisiona a uno es el estereotipo que hace ver a nuestra gente, sobre todo a quienes viven en el extranjero, como adicta a comprar para los suyos chucherías consideradas innecesarias cual si fuese una gran novedad.
Pero la risa fue efímera; se esfumó al recordar de inmediato que mi madre, doña Zoraida, desde Pedernales, allá en la frontera con Haití, durante mis tiempos de universitario en la capital, me mandaba sal y pan de agua. Cuando le murmuraba por los envíos, siempre mascullaba escuetamente: “Todo es necesario, mi hijo”.
Luego vino la rabia. Porque la escena es recurrente en el territorio nacional, ante la indiferencia de gran parte del liderazgo político y empresarial. La urgencia de conseguir los pesos de por lo menos una comida al día es el común denominador de millones de dominicanos y dominicanas.
Entonces sentí vergüenza. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI, en un país pequeño y rico, que se ufana de moderno (48,400 kilómetros cuadrados, 9 MM habitantes), haya tantos seres humanos amenazados por el hambre y con la única esperanza puesta en la llegada del envío desde EE.UU. para amortiguarla?
La impotencia ocupó entonces nuestro ser. ¿Qué hacer? Nada que no sea ver a diario a tantos indolentes y gritar al mundo esa inequidad. Reclamar solución a la autoridad pública. Exigir, pero exigir con sinceridad, sin oportunismo político y sin violencia, hasta que reaccione, aunque sea por cansancio.
Hay, entretanto, esperanza. Nuestra gente que se ha tenido que ir a vivir a otros países en condición de exilada económica, no se desarraiga. Pese a la exclusión social en su tierra, no la han apresado el odio y el resentimiento. Cultiva sin descanso la solidaridad con los suyos y el amor por su terruño.
No creo que este país viviría sin su aporte, pues, en medio de su constreñimiento por la crisis mundial, no solo se desprende del bocado de comida y de alguna ropa para alimentar y vestir a su familia. En 2011 le remesó 3,131 millones de dólares, según el Fondo Multilateral de Inversión del Banco Interamericano de Desarrollo. Ese dinero es demasiado valioso para la paz nacional. Más valioso que lo “pagado” por Cementos Andino, Barry Gold y otras empresas explotadoras y tacañas, porque se ve y se siente. Si no, sáquele ese monto a la economía nacional, y ya verá lo que sucede.
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