Bosch criticó el maoísmo y valoró a Zhou Enlai como reformador, reflejando su rechazo al fanatismo político.
Santo Domingo.– Para Juan Bosch, la política no fue nunca una técnica para conquistar el poder ni una liturgia ideológica destinada a imponer verdades absolutas.
Fue, ante todo, una escuela moral, una pedagogía cívica orientada a formar ciudadanos y dirigentes capaces de comprender la complejidad histórica sin sacrificar la dignidad humana.
Esa concepción explica su relación con Asia a finales de la década de 1960, cuando el mundo estaba atravesado por la Guerra Fría y América Latina oscilaba entre dictaduras militares, revoluciones armadas y democracias frágiles.
Tras el golpe de Estado de 1963, la guerra civil de 1965 y la intervención militar extranjera, Bosch llegó a una conclusión fundamental: el problema central de la República Dominicana no era solo recuperar el gobierno constitucional, sino formar una nueva cultura política.
Sin esa formación, cualquier triunfo electoral sería efímero y cualquier proyecto de cambio terminaría degenerando en autoritarismo o improvisación.
En ese contexto se decidió enviar militantes del PRD a formarse en el exterior. No fue una decisión dogmática ni ingenua.
Bosch sabía que ningún país puede desarrollarse intelectualmente aislado del mundo, pero también estaba convencido de que ninguna experiencia extranjera debía convertirse en modelo obligatorio para el pueblo dominicano.
Por esa razón, los destinos fueron diversos y contrastantes, precisamente para evitar el pensamiento único.
Un grupo de militantes fue enviado a China y Vietnam, bajo la coordinación de Héctor Aristy. Otro grupo viajó a Corea del Norte, coordinado por Luis Hernández.
La intención no era importar revoluciones ni copiar sistemas políticos cerrados, sino observar, comparar y comprender cómo funcionaban Estados, partidos y sociedades sometidos a presiones extremas, tanto internas como externas.
Bosch entendía la formación política como un ejercicio de análisis crítico, no de obediencia ideológica.
Ese mismo año, Juan Bosch viajó personalmente a Asia. Su visita a Vietnam tuvo un significado especial. El país se encontraba en plena guerra, enfrentando a la mayor potencia militar del mundo. Allí sostuvo encuentros con dirigentes del más alto nivel, entre ellos Phạm Văn Đồng, primer ministro vietnamita y figura central del liderazgo nacional.
La imagen de Bosch caminando y conversando con Phạm Văn Đồng, acompañado por Héctor Aristy, no simboliza adhesión doctrinaria ni fascinación revolucionaria, sino observación directa de la historia en movimiento.
Fue a entender cómo un pueblo pequeño preservaba su cohesión nacional, su sentido de Estado y su dignidad colectiva en medio de una tragedia prolongada.
Para él, la lucha vietnamita tenía legitimidad como defensa nacional frente a la agresión extranjera, pero eso no implicaba que su sistema político debiera reproducirse en el Caribe.
Esa misma actitud crítica se manifestó con claridad en su relación con China.
Bosch nunca sostuvo encuentro alguno con Mao Zedong. Por el contrario, en conversaciones privadas expresó críticas severas al maoísmo, especialmente al Gran Salto Adelante y a las hambrunas masivas que provocaron la muerte de decenas de millones de chinos.
Para Bosch, someter al pueblo al hambre y al sacrificio masivo en nombre de una utopía ideológica era una traición moral, incompatible con cualquier proyecto que se proclamara popular o revolucionario.
Por esa razón, Bosch mostró respeto intelectual y político no por los líderes de culto personal, sino por figuras institucionales y moderadoras como Zhou Enlai.
En Zhou veía a un hombre de Estado, un reformador silencioso, consciente de que la ideología sin límites puede destruir al propio país que dice servir.
Esa valoración revela una constante en el pensamiento boschista: la desconfianza profunda hacia el fanatismo y el mesianismo político, vinieran de derecha o de izquierda.
De esas experiencias, reflexiones y aprendizajes surgió una decisión histórica de gran trascendencia: en 1973, Juan Bosch fundó el Partido de la Liberación Dominicana (PLD).
No lo concibió como un partido insurreccional ni como una organización de ruptura violenta, sino como la expresión madura de su escuela política, basada en disciplina, ética pública, formación de cuadros y respeto absoluto al pueblo dominicano.
Desde su fundación, Bosch condujo al PLD por el sendero democrático, participando de manera sistemática en los procesos electorales de 1978, 1982, 1986, 1990, 1994 y 1996.
A lo largo de casi un cuarto de siglo, el PLD fue creciendo electoralmente sin renunciar a la legalidad ni a la vía institucional, aun en contextos adversos y en medio de profundas asimetrías de poder.
El punto culminante de ese largo trayecto se produjo en 1996, cuando Juan Bosch, con plena conciencia histórica y sentido de responsabilidad nacional, suscribió un pacto político con el presidente Joaquín Balaguer.
Ese acuerdo permitió que el PLD accediera por primera vez al Gobierno de la República Dominicana, cerrando un ciclo iniciado décadas antes y demostrando que la paciencia política, la formación doctrinaria y la vía democrática podían, finalmente, conducir al poder sin traicionar principios fundamentales.
La experiencia asiática reforzó así una convicción que Bosch ya había formulado desde mucho antes: el desarrollo no puede separarse de la libertad, ni la justicia social de la ética, ni la política del respeto al pueblo.
La República Dominicana no necesitaba copiar revoluciones ajenas ni importar modelos autoritarios; necesitaba formar ciudadanos conscientes, instituciones sólidas y una cultura política basada en la ley, la educación y la participación.
Por eso, aunque permitió y promovió el estudio de experiencias extranjeras, Bosch nunca las convirtió en doctrina obligatoria.
El boschismo no fue una réplica de China, Vietnam o Corea del Norte. Fue una escuela política dominicana, profundamente nacional, orientada a la democracia social, al pluralismo y al fortalecimiento institucional.
A la distancia, estos hechos confirman una verdad esencial: Juan Bosch fue a Asia a aprender, no a obedecer; a observar, no a imitar; a formar criterio, no a imponer dogmas.
En una época dominada por los extremos, supo mantener una posición difícil pero necesaria: pensar con cabeza propia y gobernar con respeto al pueblo dominicano.
Ese es uno de los legados más sólidos y duraderos de su vida política.