La Primavera de Praga en 1968 evidenció la represión soviética y el fin de esperanzas de reformas socialistas.
Santo Domingo.– Mi padre y mi madre eran muy jóvenes en 1945, cuando se anunciaba el fin de la Segunda Guerra Mundial. Yo no había nacido; ellos ni siquiera se conocían todavía. Aun así, esa fecha se convirtió, sin que ellos lo supieran, en un punto de partida para comprender el mundo en que me tocó crecer: un mundo que, en el papel, prometía paz, pero que en la realidad reorganizaba sus tensiones para una guerra distinta.
Mis padres contrajeron matrimonio civil y canónico en San Carlos en febrero de 1949, y mi madre dio a luz el 22 de diciembre de ese mismo año. Por lo que ellos, mis abuelos y mis tíos me contaban sobre la vida cotidiana; por la revisión de periódicos y revistas de aquellos años; por lecturas de historia y por documentales observados a lo largo de décadas, mi conclusión es sencilla y contundente: el mundo cambió de manera profunda, y cambió más todavía a partir de 1965, cuando la Guerra Fría ya había dejado de ser una amenaza abstracta para convertirse en sistema de vida.
El final formal de la Segunda Guerra Mundial ocurrió en 1945: el 8 de mayo en Europa y el 2 de septiembre en Asia, con la rendición de Japón.
En pocos años, el planeta quedó dividido en bloques, con vencedores y vencidos, memorias inconclusas, y una competencia ideológica que se presentó como misión redentora.
En 1949 ese orden se consolidó: el triunfo comunista en China y la proclamación de la República Popular China, con la retirada del gobierno nacionalista a Taiwán, sellaron una partición que sigue siendo clave para comprender la política mundial.
En ese contexto, entre 1965 y 1973 se produjo una secuencia de hechos que muchos llamaron “revolucionarios”, pero que la historia ha revelado también como una desorientación moral y política.
No fue una primavera de la razón. Fue una época en la que la épica desplazó al análisis, el sacrificio se confundió con estrategia y el heroísmo individual se tomó por eficacia colectiva. La intensidad del compromiso se volvió, demasiadas veces, sustituto de la claridad de objetivos.
En 1965 se cumplían veinte años del fin formal de la guerra mundial. Ese aniversario coincidió con una realidad incómoda: las sociedades estaban fatigadas, los imperios coloniales se resquebrajaban, y los jóvenes —en Europa y en América— percibían que la promesa de progreso podía convivir con injusticias brutales.
En la República Dominicana, además, 1965 no fue una metáfora: fue una guerra civil, seguida de una intervención militar extranjera. Ese trauma nacional se convirtió en semilla de radicalizaciones y de lecturas impacientes de la historia.
En 1968, el “año símbolo”, la protesta se propagó como lenguaje global, pero con causas y resultados muy distintos.
En Italia, la Batalla de Valle Giulia, el 1 de marzo de 1968, marcó un punto de inflexión: un choque de calle entre estudiantes y fuerzas del orden, que desnudó la tentación de convertir la política en confrontación física permanente.
Aquella experiencia italiana —y su mitología— contribuyó a normalizar la violencia como método, abriendo el camino hacia los años de plomo y al deterioro de la confianza cívica.
En Francia, el Mayo del 68 (mayo y junio de 1968) fue masivo, teatral y profundamente retórico. No destruyó el Estado ni tomó el poder; produjo, sobre todo, una transformación cultural. Cambió lenguajes, costumbres y sensibilidades, y desplazó el centro de gravedad de la autoridad en la familia, en la universidad y en el discurso público. Pero la República sobrevivió. Lo que cambió fue el clima moral y cultural: una revolución del sentido más que de las instituciones.
Alemania vivió su 68 como ajuste de cuentas con un pasado nazi mal resuelto. Allí la protesta no solo exigía reformas; exigía purga moral. Esa tensión —mezcla de culpa, memoria y ansiedad— desembocó, en algunos sectores, en la tentación del terrorismo ideológico. Se confundió redención con violencia, y el resultado fue agravar, no sanar, heridas históricas abiertas.
Estados Unidos atravesó una crisis distinta. La Guerra de Vietnam, los asesinatos de Martin Luther King Jr. y Robert F. Kennedy en 1968, y la represión que culminó en tragedias como Kent State en 1970, mostraron que incluso una democracia consolidada podía fracturarse por dentro.
A diferencia de Europa, Estados Unidos no convirtió el 68 en mito fundacional universal: lo cargó como trauma y como controversia que todavía divide memorias y lecturas.
El quiebre moral más claro de aquel ciclo fue la Primavera de Praga. Alexander Dubček intentó, desde el poder, reformar el socialismo sin violencia: libertad de prensa, dignidad nacional y un “socialismo con rostro humano”. La respuesta fue la ocupación por tropas del Pacto de Varsovia, la noche del 20 al 21 de agosto de 1968. Allí murió definitivamente la ilusión de un socialismo reformable bajo tutela soviética.
A partir de ese momento, para muchos, la palabra “revolución” dejó de significar liberación y empezó a significar disciplina impuesta.
Fidel Castro apoyó públicamente esa invasión. No guardó silencio: respaldó los tanques. Ese hecho tuvo un efecto devastador en la credibilidad moral de Cuba ante amplios sectores de la izquierda latinoamericana y europea, porque confirmó que la revolución cubana —en su alineamiento estratégico— no era una excepción romántica, sino parte de un sistema de obediencia geopolítica.
Un año antes, el 9 de octubre de 1967, había muerto Ernesto “Che” Guevara en Bolivia. Su muerte simbolizó el fracaso del foquismo: la idea de que pequeños núcleos armados podían encender revoluciones continentales casi por contagio moral. Los pueblos no siguieron al foco.
El mito del Che se sostuvo como icono, pero la estrategia se derrumbó como método para transformar sociedades complejas.
En México, la masacre de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, fue un recordatorio brutal de que el lenguaje de la modernización podía convivir con la violencia estatal. Décadas después, la cifra de muertos continúa rodeada de disputa, y esa incertidumbre —en sí misma— es parte del legado: la herida de una verdad no plenamente cerrada.
En la República Dominicana, el eco de aquella década produjo una mezcla explosiva. En 1968, el Movimiento Popular Dominicano hablaba de guerra popular y de golpe revolucionario en un país que acababa de salir de una guerra civil y de una intervención extranjera.
La palabra “revolución” se volvió consigna automática en ciertos círculos, importada con más fervor que conocimiento, y aplicada a realidades que exigían, ante todo, reconstrucción institucional y lucidez histórica.
El epílogo trágico fue el retorno armado de Francisco Caamaño. Héroe constitucional de 1965, regresó en febrero de 1973 con una pequeña expedición guerrillera que desembarcó en Playa Caracoles, en la Bahía de Ocoa. No había insurrección, ni base social, ni contexto internacional favorable.
Fue cercado, capturado y ejecutado. No fue solamente una derrota militar: fue una inmolación fuera de tiempo. Caamaño fue grande en 1965 y trágico en 1973; como el Che, confundió el ejemplo moral con la eficacia política.
Mientras tanto, Juan Bosch —desde 1966— se encontraba fuera del país, escribiendo y estudiando. A su regreso, en 1970, tuvo que enfrentar dentro de su propio espacio político las corrientes ideológicas desordenadas incubadas durante aquella década: una mezcla de impaciencia, dogmas importados y lectura romántica de la violencia como atajo.
Yo viví esos años. No los leí después: los atravesé.
Vi cómo la épica seducía a jóvenes honestos; cómo la palabra revolución podía convertirse en máscara de improvisación; y cómo el análisis era sustituido por consignas repetidas. Aprendí que no toda valentía es lucidez, y que la Historia no perdona la incapacidad de leer el ritmo correcto del tiempo.
Al mirar estos ochenta años, de 1945 a 2025, concluyo que el gran drama del siglo XX no fue la falta de héroes, sino la dificultad —en muchos— de comprender el momento histórico que les tocó vivir.