El desequilibrio entre progreso material y valores institucionales afecta la cohesión social y la estabilidad cultural del país.
Santo Domingo.– Durante los últimos treinta años se ha repetido una idea que terminó convirtiéndose en dogma: las sociedades se han modernizado, la gente ha progresado, la ciencia y la tecnología lo resuelven todo.
Bajo esa premisa se prometió una vida más ordenada, más libre y más armónica.
Sin embargo, lo que hoy se observa en muchos países es exactamente lo contrario: un crecimiento sostenido de lo grotesco, lo provocador y lo escandaloso.
Es una consecuencia directa de un progreso mal entendido, reducido casi exclusivamente a lo material, lo técnico y lo cuantificable, y desvinculado de sus fundamentos éticos, culturales y espirituales.
La República Dominicana ha vivido, desde la década de los noventa, uno de los procesos de modernización más rápidos de América Latina. Crecimiento económico sostenido, expansión urbana, digitalización, acceso masivo a la tecnología, aumento del consumo y movilidad social real. Sin embargo, ese progreso material no estuvo acompañado por un fortalecimiento proporcional de las bases culturales, éticas e institucionales.
En apenas una generación, el país pasó de una sociedad con fuertes códigos comunitarios —familia extensa, autoridad moral reconocida, religiosidad compartida y normas sociales claras— a una sociedad fragmentada, individualista y altamente expuesta a modelos externos sin filtros culturales propios.
El resultado no ha sido una sociedad más libre y madura, sino una sociedad más ruidosa, más frágil y más dependiente del espectáculo.
Europa ofrece quizás el ejemplo más claro de que el progreso económico y tecnológico no garantiza equilibrio social ni serenidad cultural. Tras décadas de bienestar, seguridad social y desarrollo científico, el continente enfrenta hoy una profunda crisis de sentido.
Bajísimas tasas de natalidad, desintegración familiar, soledad crónica, desconfianza en las instituciones y una acelerada pérdida de referentes morales compartidos configuran el paisaje de una civilización cansada.
Estados Unidos, por su parte, combina un progreso tecnológico extremo con una creciente degradación del espacio público. La política se ha transformado en espectáculo permanente, la cultura en confrontación constante y la identidad en trinchera.
Redes sociales, medios y algoritmos amplifican emociones, no reflexión. Premian el exceso, no la mesura. El escándalo no es un efecto colateral del sistema: es su principal combustible.
La familia, núcleo básico de socialización y transmisión de valores, ha sido debilitada sin que exista un sustituto funcional.
La religión fue desplazada del espacio público bajo la promesa de neutralidad racional. Lo que ocupó su lugar no fue la razón, sino el relativismo.
El error más común consiste en creer que el escándalo es la causa del deterioro social. En realidad, es apenas su síntoma más visible.
La salida no pasa por la censura ni por la nostalgia, sino por la reconstrucción. Revalorizar la ética como fundamento del progreso es el primer paso.
Reconstruir la familia como espacio de formación, rescatar una política con principios y reintegrar la dimensión espiritual y cultural son tareas impostergables.
El verdadero progreso no elimina los límites: los hace conscientes. Cuando una sociedad pierde esa conciencia, lo que aparece no es libertad, sino desorden.
Y el desorden, tarde o temprano, siempre pasa factura.