Las Religiones y la Conducta de los Políticos

Sectores evangélicos han transformado su rol, fusionando fe y política, lo que intensifica la polarización moral.

Santo Domingo.– Estados Unidos nació marcado por una paradoja que ha definido su vida pública desde el siglo XVIII.

Estados Unidos Es, al mismo tiempo, una de las sociedades más religiosamente activas del mundo occidental y un Estado construido sobre la separación formal entre Iglesia y poder político.

Los padres fundadores, muchos de ellos creyentes, desconfiaban de la fusión entre fe y autoridad civil, no por rechazo a la religión, sino por experiencia histórica: sabían que cuando la religión se convierte en poder institucional, deja de ser conciencia moral y pasa a ser instrumento de dominación.

Esa tensión originaria nunca se resolvió del todo. Simplemente se administró. Hoy, más de dos siglos después, reaparece con fuerza bajo una forma particularmente inquietante: la creciente distancia entre el lenguaje religioso utilizado por numerosos líderes políticos y el comportamiento real que exhiben en el ejercicio del poder.

La influencia cultural y moral de la religión en Estados Unidos

En Estados Unidos la religión no ha sido nunca un asunto estrictamente privado. Ha funcionado como cultura moral compartida, como vocabulario simbólico común, como fuente de legitimidad social.

Desde el protestantismo de raíces puritanas hasta el catolicismo inmigrante, pasando por el judaísmo, las iglesias históricas mainline, el evangelicalismo y, más recientemente, el islam y otras confesiones, la religión ha moldeado profundamente la visión estadounidense del mundo.

De la religión provienen ideas centrales como la responsabilidad individual, la noción de mérito, la creencia en una misión histórica providencial y la convicción de que la vida pública debe someterse a algún tipo de juicio moral.

Sin embargo, esa influencia cultural no se tradujo nunca en una teocracia ni en un control institucional directo de las iglesias sobre el Estado.

La Constitución bloqueó explícitamente cualquier religión oficial. Lo que se consolidó fue una moral pública inspirada por referencias religiosas, pero no una teología de Estado ni un magisterio eclesial con poder político formal.

Precisamente en ese punto emerge el dilema contemporáneo. En la política estadounidense actual, la invocación religiosa es frecuente, visible y, en muchos casos, cuidadosamente calculada.

    Políticos de muy distinto signo citan la Biblia, apelan a Dios en discursos oficiales, se presentan como defensores de valores cristianos o de una supuesta “nación bendecida”.

    Sin embargo, ese lenguaje convive sin demasiada incomodidad con prácticas que contradicen frontalmente los principios morales que se proclaman.

    Se tolera la corrupción cuando resulta funcional al poder; se acepta como natural una desigualdad estructural que margina a millones; se normaliza el uso del miedo, la mentira y el resentimiento como herramientas de movilización política; y se justifican decisiones tomadas exclusivamente en función de intereses económicos o geopolíticos, aunque estas impliquen sufrimiento humano, exclusión o violencia.

    En ese contexto, la religión deja de operar como límite ético y se convierte en una retórica identitaria, útil para cohesionar electorados, pero vaciada de exigencia moral real.

    Evangelicalismo y la politización de la fe en Estados Unidos

    Esta contradicción no puede entenderse sin considerar el peso estructural del capital en la organización del poder estadounidense.

    Desde comienzos del siglo XX quedó claro que, más allá de discursos morales o religiosos, es el capital el que define los márgenes de lo políticamente posible.

    Incluso figuras de inspiración ética reformista, como Woodrow Wilson, impulsaron transformaciones importantes —regulación financiera, legislación laboral, control de monopolios— sin cuestionar nunca la primacía estructural del gran poder económico.

      La religión, en ese marco, pudo suavizar los excesos del sistema, introducir correcciones parciales, humanizar ciertos aspectos, pero no transformarlo en su lógica profunda. Cuando los intereses económicos entraron en conflicto con la ética proclamada desde púlpitos y tribunas políticas, casi siempre fue el interés el que terminó imponiéndose.

      En las últimas décadas, este fenómeno se ha agudizado con la politización abierta de amplios sectores del evangelicalismo. Una parte significativa de ese mundo religioso dejó de concebirse como conciencia crítica frente al poder y pasó a asumirse como actor partidario.

      La fe ya no interpela al poder desde fuera; se fusiona con él. El resultado ha sido una polarización moral profunda.

      El adversario político deja de ser alguien con una visión distinta del bien común y pasa a ser presentado como inmoral, corrupto o incluso enemigo de Dios.

      En ese clima, la victoria electoral se convierte en un imperativo absoluto que justifica alianzas éticamente dudosas y silencios cómplices.

      El fin —derrotar al “enemigo cultural”— comienza a excusar los medios, incluso cuando estos contradicen valores cristianos elementales como la verdad, la justicia o la dignidad humana.

      Este dilema no es exclusivo de Estados Unidos.

      En Europa, continente donde el cristianismo moldeó durante siglos la cultura, el derecho y la política, la secularización formal no eliminó la instrumentalización de la religión, sino que la transformó.

      En algunos países, la religión reaparece como identidad cultural defensiva frente a la inmigración o al pluralismo, más que como exigencia ética universal.

      Se invocan “raíces cristianas” para justificar políticas excluyentes, mientras se ignoran principios centrales del cristianismo social europeo, como la solidaridad, la protección del débil y la primacía de la dignidad humana.

      La religión, vaciada de su contenido moral, se convierte así en un marcador identitario útil para el discurso político, pero incapaz de orientar la acción pública hacia la justicia.

      En África, donde la religión sigue siendo un elemento central de la vida social, el dilema adopta otra forma. El cristianismo y el islam conviven con tradiciones ancestrales y con Estados jóvenes, muchas veces frágiles.

      Allí, la fe cumple un papel de cohesión comunitaria y esperanza, pero también puede ser manipulada por élites políticas que buscan legitimidad en contextos de pobreza, desigualdad y conflicto.

      Líderes que se presentan como creyentes ejemplares toleran o reproducen sistemas de corrupción estructural, represión y clientelismo.

      La religión consuela a las víctimas, pero rara vez logra imponer límites éticos efectivos al poder político, que continúa operando según lógicas de acumulación, control y supervivencia.

      En Asia, el panorama es aún más diverso y complejo. En el sur y el sudeste asiático, religiones milenarias como el hinduismo, el budismo y el islam se entrelazan con nacionalismos modernos.

      La fe se convierte en identidad nacional y, en ocasiones, en criterio de exclusión política.

      En otros contextos, como China, el poder político ha subordinado o controlado estrictamente a las religiones, permitiéndoles existir solo en la medida en que no cuestionen la autoridad del Estado.

      En China el dilema moral se expresa de manera inversa: no es la religión la que instrumentaliza al poder, sino el poder el que instrumentaliza o domestica la religión, vaciándola de toda capacidad crítica.

      En ambos casos, la consecuencia es similar: la ética religiosa queda neutralizada frente a la lógica del poder.

      América Latina ocupa un lugar singular en este debate global. Es una región profundamente cristiana, marcada históricamente por el catolicismo, pero también atravesada por desigualdades extremas, ciclos de autoritarismo, populismo y dependencia económica.

      Durante décadas, la religión fue un elemento central de legitimación del orden social, muchas veces en convivencia incómoda con élites políticas y económicas responsables de la exclusión y la pobreza.

      En otros momentos, sectores de la Iglesia intentaron asumir un papel crítico frente a la injusticia, defendiendo a los pobres y denunciando la violencia estructural.

      Sin embargo, incluso esas experiencias chocaron con límites severos: persecución política, instrumentalización ideológica y, en ocasiones, confusión entre compromiso ético y proyecto de poder.

      En la América Latina contemporánea, el dilema moral persiste bajo nuevas formas. Políticos de derecha y de izquierda invocan a Dios, a la Virgen o a la fe del pueblo, mientras gobiernan con prácticas clientelares, corrupción sistémica y desprecio por la institucionalidad democrática.

      Al mismo tiempo, el crecimiento acelerado de iglesias evangélicas ha introducido una nueva relación entre religión y política: liderazgo carismático, promesas de prosperidad, alianzas directas con el poder y una moral pública centrada más en lo privado que en la justicia social.

      La fe moviliza multitudes, pero rara vez se traduce en una ética pública coherente y transformadora.

      Este panorama comparado revela un patrón común. En contextos muy distintos — Estados Unidos, Europa, África, Asia o América Latina — la religión rara vez logra cumplir su función más exigente: ser conciencia crítica frente al poder.

      O bien se fusiona con él, o bien es marginada, controlada o utilizada como símbolo. En todos los casos, el resultado es una profunda incoherencia entre el discurso moral y la práctica política.

      El dilema moral central, por tanto, no es si las sociedades contemporáneas son religiosas o seculares. La cuestión es más incómoda y más profunda.

      ¿Puede una sociedad invocar constantemente a Dios, a la tradición o a lo sagrado mientras normaliza comportamientos políticos contrarios a la justicia, la verdad y la dignidad humana? ¿Puede sostener un lenguaje religioso intenso sin exigir coherencia ética a quienes lo utilizan desde el poder?

      Cuando la religión deja de interpelar al poder y pasa a servirlo, se vacía de sentido. Y cuando el político usa la fe como escudo simbólico, termina degradando tanto la política como la religión.

      Estados Unidos sigue siendo, sin duda, una nación profundamente religiosa.

      Europa conserva una memoria cristiana que reaparece en momentos de crisis.

      África vive la fe como esperanza cotidiana.

      Asia mantiene tradiciones espirituales milenarias.

      América Latina, lo vivimos.

      Pero en todos estos espacios el problema no es la fe. Es la incoherencia.

      Mientras el capital, el nacionalismo o la pura lógica del poder marquen el ritmo real de la política, y la religión sea utilizada como instrumento retórico o identitario, el dilema moral persistirá.

      Mucho discurso religioso, poca conversión ética del comportamiento político. Ese es, hoy, uno de los conflictos más profundos de la vida pública global.