El discurso recordó episodios históricos clave que marcaron la democracia dominicana y enfatizó la responsabilidad de las nuevas generaciones.
Santo Domingo.– Hay momentos en la vida en los que el tiempo no transcurre en línea recta, sino en círculos.
El acto de graduación del Colegio San Juan Bosco, celebrado en noviembre de 2007, fue para mí uno de esos momentos.
No era solo una invitación protocolar para dirigirme a jóvenes bachilleres, sino un reencuentro profundo con mi propia historia, con la educación recibida y con los valores que marcaron a toda una generación formada bajo la pedagogía salesiana.
Mi vínculo con el Colegio San Juan Bosco se remonta a los años 1956–1959, cuando cursé estudios primarios en una institución que había sido establecida poco antes en el entonces Barrio Mejoramiento Social, hoy María Auxiliadora.
Aquella etapa coincidía con los últimos años de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, un período que ofrecía una aparente seguridad física, pero al costo de la supresión de libertades fundamentales.
En el discurso pronunciado ante los graduandos, abordé deliberadamente la relación entre derechos y deberes cívicos.
Recordé que, en nuestra formación inicial, el énfasis estaba puesto primero en el deber, la colaboración y la solidaridad, y solo después en derechos que entonces eran limitados.
Esa pedagogía no era casual: buscaba formar ciudadanos conscientes, responsables y comprometidos con la comunidad.
El discurso incorporó referencias históricas necesarias para comprender la fragilidad de la democracia dominicana:
el asesinato de Ulises Sánchez Hinojosa en 1957;
la tragedia de las hermanas Mirabal en 1960;
el fusilamiento de Manolo Tavárez Justo en 1963;
el derrocamiento del presidente constitucional Juan Bosch; y episodios posteriores de violencia política ocurridos incluso bajo gobiernos electos democráticamente.
Estos hechos no fueron evocados como anécdotas, sino como advertencias históricas.
Sostuve entonces —y lo reitero hoy— que en el siglo XXI no es posible justificar la convivencia con regímenes dictatoriales o tiránicos,
y que la vida democrática solo puede sostenerse sobre el respeto a la verdad, el cumplimiento de los deberes cívicos, la libertad de expresión, la libertad de asociación y la libertad de elección.
Advertí también sobre las ambigüedades de los sistemas políticos contemporáneos, desde China hasta América Latina, donde se mezclan desarrollo económico, autoritarismo y discursos ideológicos.
a ellos les corresponde transformar el mundo, reformarlo y constituirse en semillas de buenos frutos futuros.
A mi generación —formada por los salesianos— nos tocó enfrentar las crisis de nuestro tiempo; a la suya le corresponde preservar la vida, la dignidad humana y el medio ambiente para las generaciones venideras.
Si algo he aprendido, dije entonces, es que la vida sigue siendo, como en 1957, una esperanza perpetua.
Ese acto académico tuvo además un significado especial por la figura que lo hizo posible: el entonces Padre Manuel de Jesús Rodríguez, director del Colegio San Juan Bosco, quien me invitó personalmente a pronunciar el discurso.
Su trayectoria —desde la educación salesiana en la República Dominicana, pasando por su servicio pastoral en Nueva York, hasta el episcopado— es testimonio de una vocación coherente, sólida y profundamente enraizada en la formación humana y cristiana.
Salesianos formados para servir, educadores llamados a pastorear,
y ciudadanos comprometidos con la verdad y la democracia.
Ese es, en definitiva, el hilo conductor que une mi paso por el Colegio San Juan Bosco, el discurso a los bachilleres y el presente histórico que hoy vivimos.