Desde las obras de Balaguer a la Punta Catalina de Danilo Medina

El proyecto Punta Catalina ha comenzado a mostrar resultados financieros y operativos que modifican la percepción pública y política.

Santo Domingo.– La historia política y administrativa de la República Dominicana entre 1966 y 2026 puede leerse, con notable coherencia interna, como una sucesión de ciclos en los que el Estado recurre a grandes obras públicas para responder a déficits estructurales acumulados, mientras la sociedad y la oposición política reaccionan con desconfianza, sospecha y, con frecuencia, condena moral anticipada. 

Solo con el paso del tiempo, cuando la obra se integra a la vida económica y social del país, emerge una evaluación más serena, menos ideológica y más cercana a los hechos.

Este patrón se inaugura con claridad a partir de 1966

Tras la guerra civil de 1965 y la intervención extranjera, el Estado dominicano debía reconstruir no solo su institucionalidad, sino también su base material. El largo período de Joaquín Balaguer estuvo marcado por una visión de Estado constructor, centralizado y autoritario, que apostó a presas, carreteras, infraestructura urbana y obras hidráulicas como instrumentos de estabilidad y control, pero también como cimientos del desarrollo económico. 

En su tiempo, ese modelo fue atacado con dureza. Se le acusó de corrupción, clientelismo, favoritismos y concentración de poder

Sin embargo, al margen de los juicios políticos y éticos, la evidencia histórica es clara: esas obras redefinieron el territorio nacional y permitieron el crecimiento posterior.


    El período que se abre a partir de 1996 introduce un cambio de énfasis

    Sin desaparecer la obra pública, el discurso del Estado se desplaza hacia la reforma institucional, la modernización administrativa y la inserción internacional

    Se trató de una etapa de transición, en la que la estabilidad democrática se consolidó gradualmente, pero en la que el país no logró resolver problemas estructurales de fondo, en particular en el sector energético

    La electricidad, convertida en lastre fiscal permanente, fue postergada una y otra vez como solución integral.

    Ese problema histórico reaparece con fuerza en el ciclo iniciado en 2012

    El proyecto de Punta Catalina se inscribe en esa tradición de grandes apuestas estatales destinadas a corregir un déficit estructural. Desde su origen, estuvo rodeado de controversias, denuncias y desconfianza. Fue presentado por amplios sectores como símbolo de corrupción y mala gestión, antes incluso de entrar plenamente en operación. 

    Durante años, el debate político se concentró más en el origen del proyecto que en su desempeño real.

    Sin embargo, al acercarse el cierre del período 2012–2026, los datos fiscales y operativos han comenzado a introducir un giro en la narrativa.


      Punta Catalina ha demostrado capacidad de generación de energía, estabilidad operativa y, de manera particularmente relevante, generación de excedentes financieros transferidos al Estado. 

      En un sistema eléctrico caracterizado por pérdidas persistentes, esta realidad adquiere un peso histórico innegable.

      Este punto obliga a una reflexión más amplia sobre la memoria política dominicana. El país tiende a juzgar las grandes obras desde la coyuntura, bajo el influjo de la polarización y el conflicto partidario

      La historia, en cambio, introduce un criterio distinto: la permanencia, la utilidad y el impacto estructural.


        Así ocurrió con las obras de Balaguer. Está empezando a ocurrir con Punta Catalina.

        Nada de esto implica negar errores, silenciar críticas ni clausurar el debate ético

        Implica reconocer que la evaluación histórica no puede reducirse a consignas. El Estado dominicano, con todas sus imperfecciones, ha avanzado cuando ha sido capaz de ejecutar proyectos estructurales que trascienden el ciclo político inmediato. 

        Cuando esos proyectos funcionan, el tiempo termina por imponer una lectura más compleja y más justa.

        Entre 1966 y 2026, la República Dominicana ha vivido la paradoja de desconfiar de su propio Estado al mismo tiempo que depende de él para resolver problemas fundamentales

        Esa tensión explica buena parte de nuestras polémicas públicas. También explica por qué el juicio definitivo casi nunca coincide con el veredicto inmediato.

        La memoria histórica, al final, no absuelve ni condena: ordena. Y al ordenar, separa el ruido del resultado.


        Las obras que permanecen, funcionan y sirven al país terminan ocupando un lugar propio en la historia, más allá de las pasiones del momento. 

        Ese es el terreno donde, inevitablemente, se decidirá el lugar de Punta Catalina, como antes se decidió el de tantas otras obras que marcaron el rumbo de la nación.